Diario de León
León

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L a mañana del pasado domingo pasé un rato el en taller del escultor Amancio González. Por el camino —fuimos en su coche—, un gran arco iris recorría el cielo. Jazz de colores. Broadway alado. Amancio tiene un humor de frases lapidarias, que debe parte de su eficacia a que las expresa impertérrito. Me soltó así sin inmutarse: «Quién pudiera hoy contemplar ese arco iris como en la antigüedad. El que descubrió la explicación científica nos chafó a los demás el encanto primitivo». Como ya son muchos años, y le conozco el registro, contesté: «Pues sí. Un amigo que estudiaba Medicina cada vez que le ensalzaba el tipazo de Menganita me devaluaba el platonismo con argumentos racionalistas como pues ahí donde la ves, el 61% de ella agua». Ah, los de ciencias y sus jarros de agua fría. Duelo de sornas aparte, aquella sinfonía cromática que teníamos ante nosotros era un milagro, y en plena carretera de Lorenzana. Por fortuna, el asombro ante la belleza del arco iris permanece intacto desde que el mundo es mundo. Amancio lo sabe, pero lo suyo es cincelar la conversación con certeros golpes de humor pétreo.

En su taller, charlamos sobre los retos que todo retrato plantea, dado que parecido y verdad no son lo mismo. Me gustó mucho lo último suyo que vi, un estudio del rostro de Ramón Carnicer, pendiente ya de esos retoques últimos, que son siempre los definitivos. De regreso, me advirtió complacido: «Mira, el arco iris aún no se ha marchado». Ahí seguía, como si nos hubiera estado aguardando. Y esta vez sí, sin ambages ni corazas, admitimos nuestro asombro ante el prodigio, como debieron sentirlo dos hombres prehistóricos que, de repente, contemplan cómo el cielo se les convierte en una secuencia de la película «Yellow Submarine».

Sobrecogerse ante un cielo épico aún es posible en nuestra tierra, ahora golpeada por las incertidumbres. Ya en casa, mi mirada se posó sobre un retrato que me hizo una amiguita, entonces ella tenía seis años, y que conservo colgado con imanes sobre la nevera. ¿Me parezco, hay algo realmente en mí de lo que captó su tierna mirada? ¿Lo hubo y ya no está? Sólo sé que en los ojos de los niños, y en el de los escultores, siempre resplandece un arco iris de inocencia.

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