Diario de León

FUEGO AMIGO

La acrópolis del arte

Publicado por
ERNESTO ESCAPA
León

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Medinaceli está situada en una de nuestras periferias más remotas y obtuvo, a partir de los setenta, el rango de residencia de ocio para gente principal de Madrid y Zaragoza, tipos cultos que llegaban seducidos por la antología de halagos de exquisitos catadores de esencias, como Unamuno, Ortega o Menéndez Pidal, enganchados a los reclamos poéticos de Ezra Pound, Gerardo Diego y Pablo García Baena, o simplemente atraídos por la silueta aérea de la villa. El arco romano de tres ojos, invencible a los siglos y a los vientos, sigue dando la bienvenida al viajero que asciende hasta la acrópolis llamada ciudad del cielo por los árabes y por los poetas. Tristemente, ha dejado de ser el icono indicador de los monumentos españoles. «El arco romano de Medinaceli mira con ojos, que son pura luz, al paisaje planetario de aquellas tierras», escribió Unamuno. Abajo quedan las Salinas y el valle cidiano del Arbujuelo.

Pound, antes de su delirio fascista que purgó en la jaula de Pisa, fue timonel de la vanguardia londinense, donde ejerció un mecenazgo apasionado con Joyce o Eliot. Y con poco más de veinte años viajó por Burgos y Soria, siguiendo las huellas del Cid en el séptimo centenario del Poema. El joven profesor universitario, recién expulsado de un college de Indiana por una ingenua aventura faldera, dejó testimonio escrito de aquella experiencia deslumbrante, aunque su texto no ha pasado todavía al mercadillo turístico. Por eso no es extraño que en el Guantánamo de su tortura pisana, expuesto al escarnio de la intemperie y con los focos nocturnos alterando su descanso, evocara el canto de aquellos gallos lejanos en el amanecer de Medinaceli. Un sencillo monumento lo recuerda en la villa soriana.

Acaso fue el señuelo de sus versos inquisitivos la razón para que Medinaceli se convirtiera en escenario de una pujante actividad artística. Excelentes galerías de arte, alguna con acreditada clientela extranjera, y otros establecimientos con caché singularizan el recorrido por sus calles empedradas. Desde hace unos años, la fundación Dearte ha colonizado las estancias rehabilitadas del palacio ducal, que poco tiempo antes sirvió de telón al peloteo publicitario de los galácticos del balón ataviados como héroes medievales. Los Beckam, Ronaldinho y pandilla. Algo se ha avanzado. Sobre todo, si se recuerda que hace trece años la propiedad nobiliaria sacó sus muros a la almoneda de Internet por el mismo importe que la Junta había invertido previamente en su restauración. Por eso, la aventura de la feria Dearte en su undécima edición merece la mejor suerte. Porque convoca un mercado de arte contemporáneo en un marco singular. Su apuesta audaz entraña riesgo, pero resulta estimulante y parece consolidada.

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