Diario de León

TRIBUNA

Los ‘textículos’ de Pedro Trapiello

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Del mismo modo que «montículo» deriva de «monte», me permito emanar «textículo» de «texto», como un escrito menor en cuanto a su extensión. «Textículos» atrévome a llamar, pues, a esas sustanciosas Cornada de lobo, columnas periodísticas de la contraportada de este diario con que nos deleita Pedro Trapiello, ahora reunidas y publicadas por Lobo-Sapiens en un primer volumen bajo al Al río…y por ahí.

Por si ustedes los desconocen, si quieren disfrutar de buena y amena literatura, léanlos. ¿Y qué quiero decir cuando hablo de buena literatura? Con la literatura pasa igual que con el amor. Si bien todos podemos distinguir el buen amor del mal amor, nadie ha logrado dar de él una definición de validez universal. Con la belleza y la literatura ocurre otro tanto. Del mensaje literario quiero centrarme exclusivamente en el significante, no en el significado, esto es, en lo que se refiere más a «cómo» se escribe que de «qué» se trata. El mismo contenido se puede decir de muy distintas maneras. En cada una de ellas, el texto resultante se formula en la intersección de dos ejes del lenguaje: uno vertical (o de simultaneidades) y otro horizontal (o de «sucesividades»). Mediante el primero, escogemos las palabras más convenientes para lo que queremos expresar, extraídas del riquísimo elenco que nos ofrece nuestro idioma, siempre abierto a nuevos vocablos y acepciones. Mediante el segundo, las engarzamos y ordenamos morfológica y sintácticamente, también abierta la posibilidad de nuevos giros e infinitas combinaciones, con la sola obligación de que el discurso resultante sea inteligible. Como acto de comunicación de muy singular y peculiar estilo, lo literario es mensaje que se desvía del uso ordinario y práctico del lenguaje, fijando su interés y virtudes en sí mismo. Si en el caso de Pedro, al dominio primoroso de ambos ejes le añadimos su personalísima fecundidad innovadora y, a ésta, una extraordinaria elocución por la sonoridad en el timbre de su voz, estamos ante un verdadero artista de la palabra escrita y pronunciada. Y no soy de los que anda por el mundo regalando alegremente encomios o apologías.

Cuando cualquier lector reaccionario por atrofiada sensibilidad estética lee brotes de prosa poética como: «tiene la nieve un látigo» o «el río amanece con toses de vaho», protesta con vehemencia: «¡Pero vamos a ver, Pedro, cómo puede la nieve flagelar y el río carraspear!». Como diría el ínclito Maluenda: «¡…es una cosa!». La misma o parecida reacción ha de soliviantar al puritano a la vista u oído de: «que cagüen sampedranegra si la Junta no solmena lo que debe»; «rucarruca de cerebro»; «paisanines de la morilandia»… y muchísimas otras licencias léxicas o sintagmáticas. ¡Hay que hablar y escribir como mandan los cánones, Pedro, cagüenros!

Pero un escritor español escribió hace siglos: «hoy hacen, señor según mi cuenta, un mes y cuatro días…». Como la frase pertenece a una obra inmortal tantas veces juzgada como modélica en el «buen uso» del lenguaje, entre los protectores del casticismo no faltará quien le busque algún justificativo a la «grave» falta de concordancia de esta frase cervantina. Con las incorrecciones gramaticales pasa como con los golpes de estado: si sus ejecutantes fracasan, el golpe es una «siniestra intentona» y sus jefes unos «facinerosos»; pero si triunfan, es un «glorioso alzamiento» y sus caudillos convertidos en modelos nacionales festejados y hasta glorificados.

Como ha dejado escrito Ernesto Sábato ( El escritor y sus fantasmas ), lo cierto es que las normas escritas son violadas cada vez que un gran escritor y el pueblo mismo necesitan hacerlo. Los puristas del idioma reaccionan a las innovaciones y se pronuncian contra la anarquía, no queriendo ver que los únicos lenguajes que han dejado de ser anárquicos son los muertos. El revuelto proceso de que forma parte el hombre en sociedad promueve una incesante transformación del idioma, de modo que, si en un instante dado se impusiera una lengua lógicamente perfecta y definitiva, al cabo de un par de siglos habrían estallado los cuadros de su sintaxis, su léxico y su fonética. El camino del idioma es tan tortuoso como el de la vida. Si los gramáticos latinos hubieran impuesto su ley a machapedrada, como los talibanes el gurkha a las afganas, el latín nunca habría pasado, no sólo de clásico a vulgar, sino a castellano, portugués, gallego o catalán, y los ibéricos seguiríamos hablando uniformemente como Séneca.

La idea de fijar, limpiar y dar esplendor a una lengua nace ingenuamente de la creencia en su insuperable perfección. Personas anhelantes y maravillosas instan entonces a guardarla en una vitrina, a cubierto del polvo, alejada del riesgo callejero, protegida del vulgo y de los escritores aventureros o descuidados. Este asunto de la vitrina empieza para nosotros en 1492, cuando Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática del castellano, le decía a Isabel la Católica que la lengua castellana estaba «ya tanto en la cumbre, que más se pudiera temer el descendimiento della que esperar la subida».

Que Nebrija se equivocaba, como invariablemente se equivocan los ultraconservadores de la gramática, lo demuestran algunos considerables escritores como Pedro Trapiello, porque una de las características del hombre es la de estar dejando de ser contemporáneo a cada minuto que pasa. Desde Humboldt sabemos que el idioma no es producto sino actividad. Y las categorías gramaticales, lejos de ser la expresión de categorías lógicas, apenas son la petrificación de hechos psicológicos. Las academias de las lenguas son su policía, pero en este caso, paradójicamente, muchos de los delincuentes o irrespetuosos con la ley, no son los malos sino los buenos.

Por esas riquísimas e interminables enumeraciones en el léxico de aves, peces, plantas…, que le dejan a uno boquiabierto; por esa tuya pasión de combinar equilibradamente la tradición con la innovación, lo popular con lo culto; por esas «palabras nuevas» que, como muy bien dice tu introductor Antonio Colinas, «turban, y encantan, y a la vez zarandean al que las lee»; aunque minúsculamente enormes y no necesitados de mi miserable elogio, ¡olé por tus textículos, Pedro Trapiello!

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