Diario de León

TRIBUNA

La segunda vuelta de Antonio Bayo

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Yseguramente también la definitiva. Antonio Bayo González, cabreirés de La Baña, murió en 1984. Fue su segunda y ya también definitiva muerte, tras la primera que sufrió en cuanto singular y algo famoso personaje de novela, cuando finalmente y después de muchos años en la cárcel, pudo reintegrarse a una vida normal como persona corriente. Superada, pues, esa primera muerte en los primeros años 70, ocurrió su vuelta en 1977, cuando Ramiro Pinilla publicó una novela de título caudaloso y admonitorio sobre el personaje ahora difunto: Antonio B… «El Rojo» ciudadano de tercera. España, España . La vuelta resultó por desdicha en decepción de quien había alimentado sueños de grandeza y gloria, finalmente frustrados. Ahora, en este mes de octubre, moría Ramiro Pinilla y con ese motivo vino Antonio a nuestro recuerdo, en una vuelta fugaz tras la cual seguramente, como decía, ya no habrá otra.

Vayamos, pues, con esta. Una información de este periódico ese día de octubre se refería a él un par de veces como pastor. Antonio, sin embargo, nunca lo fue y lo que pasa es que el informador lo confundió con otro no menos singular cabreirés, Salvador Cañueto, que tuvo en efecto ese oficio por los montes de Omaña y se labró su pequeña fama de bandolero anacrónico a base de delincuencias errantes, más bien alimenticias. Antonio se habría cabreado, de saberla, con esta información que así rebajaba el tamaño de su aventura. Pocos días después, un largo artículo volvía sobre él para coleccionar, junto al yerro en las fechas de nacimiento y muerte, los consabidos tópicos, desde la confusión de su apodo, bailando de Rojo a Ruso, o viceversa, hasta esa leyenda de las brazadas de heno ( mañizos en cabreirés) que un bañés puso ante el morro del coche del gobernador a su llegada al pueblo. Semejante historieta se erige en cebo irresistible para crédulos incautos, a alguno de los cuales podría ya habérselo ocurrido aportar algún detalle mordaz con el preboste, cambiando por ejemplo el morro del coche por el del mismo gobernador. Sin embargo, el hecho de que se transmita idéntica en tantos otros sitios, no solo de Cabrera, sino también de Fornela, Oencia y Riaño, debiera bastar para el mosqueo en su aceptación sin más como hecho cierto.

A mediados de los años 70, cuando se conocieron, Antonio Bayo y Ramiro Pinilla se utilizaron mutuamente y se hicieron trampa. El cabreirés engordó el relato de sus andanzas con fechorías e historias inventadas (relación con Girón, accidente en la mano) y el vasco le ocultó su intención, que no era escribir una simple biografía, como aquel esperaba y para eso le había contado su vida, sino ilustrar con ella una tesis. Así, Antonio hizo muchas fechorías, pero más aún le contó a Pinilla; si a eso le añadimos lo que este puso de su propia cosecha, habremos alcanzado las 685 páginas, divididas en dos tomos, de la primera edición de la novela, necesarias al parecer para ilustrar lo que «quería reflejar»: «un hombre aplastado por las instituciones, la Iglesia, policía, jueces» ( El País, 20 de octubre de 2007). Esa era la «tesis», que parece de un grosor excesivo para apoyarla en el pobre diablo que era Antonio, como demasiadas son esas páginas de un texto en espiral reiterativa, que hubiera ganado detenido en la cuarta parte. En el relleno sobresalen aportaciones, como los favores sexuales de su madre al cura a cambio de unas pocas patatas, sin duda de cosecha propia, pues no parece posible que el hijo, por canalla que fuera, se atreviera con un invento tan denigrante para su pobre madre. Y en cuanto a esa noticia de las siete veces, siete, que fue a comulgar un día (vale decir en la misma misa) para paliar el hambre, no pasa de ser un chiste más bien ramplón.

Cuando la novela se publicó, Antonio sufrió una gran decepción, porque no se reconoció en el personaje. Pero es que se trataba precisamente de eso, un personaje lejanamente apoyado en él, que llevaba su nombre, pero ni siquiera su apodo. Todavía quedaba una última esperanza: la nota de la contraportada sugiere un proyecto de película, «si las circunstancias son favorables». Ese había sido el verdadero detonante de su ilusión: el actor pelirrojo que encarnaba al protagonista carcelario de Papillon, la película que lo fascinó todavía en la cárcel o recién salido. Antonio tenía un pelo castaño claro, más bien que rubio, pero a Pinilla, sin duda asombrado ante tal entusiasmo por el pelirrojo, le vino muy bien para inventarse el apodo de Rojo, sustituyendo al Ruso original y verdadero, por su mejor encaje en la «tesis». Para explicar el cambio, una mujer lo describe en la primera edición «Rojo como un rayo», pero ya en la segunda se convierte en «Rubio como un ruso», y si la primera expresión no es muy creíble, la segunda literalmente asombra en labios de una bañesa de 1929, tan segura del pelo ruso; (y digamos de paso, como curiosa ilustración del asunto, que la exclamación ¡Rayo!, expresiva de sorpresa, enfado, etc., es característica del habla coloquial de La Baña, sobre todo en las mujeres). Finalmente, las esperadas circunstancias no se presentaron y Antonio vio definitivamente frustrado su camino a la fama y al dinero como figura de cine, que lo hubieran vengado ante los ojos rendidos de sus pobres compatriotas.

Su vida debutó en el aire de La Baña en 1929, recién vuelta su madre de Cuba (o tal vez de Argentina, no puedo precisarlo) con otro hijo pequeño, y concluyó cincuenta y cuatro años después, cerca de los cincuenta y cinco, el 25 de enero de 1984, fulminado por un ataque cerebral en Piedrafita de Parga (Lugo), donde fue enterrado. Pocos años más tarde sus restos fueron llevados al cementerio de La Baña y ahora reposa con su madre y su hermano, los tres al fin juntos de nuevo tras ese último viaje de retorno del hijo pródigo en aventuras, diabluras y otras desventuras.

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