Diario de León
Publicado por
MARÍA J. MUÑIZ
León

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A doré mis muñecas y mis cocinitas, mis señoritas Pepis y mis tricotosas. Pero también esperé infructuosamente de aquel correo de ilusión desde Oriente el equipo de sheriff. Aquellas pistolas de brillantísimo plástico plateado, la cartuchera, el ladeado sombrero texano,... ¡Y la estrella! Oh, aquella estrella de cinco puntas deslumbando mi imaginación infantil.

De los brillos me he resarcido con el paso de los años, con más swarovskis y menos diamantes de lo que me hubiera gustado, pero con la pasión de una urraca por todo aquello que centellea. Y en mi subconsciente de cowgirl sigue refulgiendo el deslumbrante sello de la ley. Sólo que con el tiempo me siento cada vez más al otro lado del revólver, y el ¡manos arriba! se ha convertido en una costumbre hasta tal punto que ya no sé vivir con los brazos en posición de descanso.

Mi resignación actual hubiera decepcionado a cualquier vaquero de plastificado armamento más que una tira de mixtos mojada. Pero lo confieso: me rindo. Sin condiciones.

No puedo más. Acepto pulpo como animal de compañía, no sólo porque espere como agua de mayo el tabú y los juegos de mesa navideños (este año os voy a freir, que ya sé cuándo mide una portería de fútbol y cuántos jugadores tiene un equipo de rugby en Nueva Zelanda). Lo confieso, tiro la toalla.

No quiero vivir más peleando con extraños en la noche (y en la mañana) porque me pasan absurdos cobros por supuestas descargas de apps de las que no tengo conocimiento, ni ellos autorización, de empresas que está de sobra demostrado que no tienen más objeto social que el fraude masivo. No quiero argumentar con entes de extraños acentos que al otro lado de mi impepinable miríada de facturas por esto, aquello y lo de más allá, me ofrecen como solución que llame a un 902 para que les explique que me están engañando (¡¡??¡¡). Me resigno a la obsolescencia groseramente programada de los aparatos electrónicos que me invaden irremediablemente, cuya menguante esperanza de vida es un insulto a la inteligencia y a las garantías del indefenso consumidor.

Y así hasta el infinito. El gas, lo que las compañías de la luz creen que voy a gastar (con criterios que se alejan cada vez más de mi realidad lumínica), mi teléfono,... Levanto mis manos y me doy por atracada. Vivo en la ciudad sin ley, y la placa de sheriff ha perdido su brillo. Ahí tienen, la bolsa y la vida. Pero por John Wayne, ¡déjenme en paz!

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