Diario de León
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E n tiempos, el tiempo de las cerezas era otro del que sería después y sigue siendo al presente. No era el mismo ni podía serlo, porque tampoco los árboles que las daban eran los mismos. En esos tiempos que evoco no era todavía llegado el momento de los injertos que dieron el relevo a otros nuevos y los árboles de entonces pertenecían al tipo silvestre de los llamados «del país». En el país, por lo demás, se nominaban en femenino, como todos o casi todos, género acorde con el de árbol en el latín original y originante. De modo que las zreisales (fruto, zreisa) solían ser árboles corpulentos y más o menos crecidos según se elevaran solitarios o junto a otros, como robles, avellanos o alisos, o en laderas más o menos pendientes y sombrías. Tras una floración tumultuosa se cubrían de bayas pequeñas, dulce fruto de los pájaros y de los muchachos que se engarabitaban (de garabato, dialectal garabito, palo terminado en punta con forma de gancho) ágiles y elásticos por unas ramas con fama de quebradizas, pero capaces de resistir sin mayor problema el peso liviano de tales otros pájaros . Su sabor naturalmente dependía de las condiciones del árbol y en la gradación de la dulzura podía colarse un toque amargo, así como el color se desplegaba entre el rojo bruñido y el negro brillante. Bien maduras, en todo caso, eran una delicia, más incluso aquellas que habían sido picadas, o dicho en dialecto, encetadas (empezadas) por los pájaros. Ni que decir tiene que se comían enteras, hueso incluido.

En el modo tradicional de vida existían ciertos bienes de propiedad comunal, así animales, como el toro y otros machos sementales, praderas y otras fincas y finalmente árboles frutales. Las zreisales se contaban entre ellos y estaban sujetas, como todos esos bienes, a una reglamentación ligada a la autoridad del alcalde pedáneo. Cuando a este le parecía oportuno, daba la orden de asalto. Solía ser hacia primeros o mediados de julio, un domingo tras la misa y a toque de campana. Entonces eran literalmente invadidas por un tropel de muchachos, que tragaban a puñados las pequeñas bayas, hueso incluido, como decía. La gozosa vendimia incluía el corte de cañas enteras y era una operación bárbara, pero también servía de poda anticipada.

Me acuerdo ahora del monje Valerio, que vivió en la segunda mitad del siglo VII y estuvo en los primeros grupos de cenobitas, retirados en los profundos valles de Compludo y las cercanías de Montes y Peñalba. Valerio surge de aquel mundo lejano para llegar a nosotros de la mano del latín en que escribió un relato de sus luchas interiores con la ascética y la mística y también de otras externas y más humanas aventuras, desgranando en este terreno, a veces con brotes de un vivo genio, sucesos, anécdotas y confesiones íntimas, teñidas de ingenuidad y milagrismo. Cuenta, por ejemplo, que un compañero llamado Saturnino tenía una huerta sembrada con algunas legumbres y para protegerla de los ladrones bendijo en la iglesia un lienzo y lo puso en lugar bien visible de la finca. Y como no es concebible una huerta berciana sin árboles frutales, hemos de entenderlos también a ellos incluidos en la advertencia de prohibición. Dicho sea de paso, este tipo de señales, sagradas o no, siempre se utilizaron en la vida tradicional campesina como advertencia de que algo quedaba couto (acotado, prohibido); solía ser un puñado de paja atado a la rama de un árbol o arbusto; (en los tiempos modernos esos símbolos se han transformado en vulgares letreros que advierten de veneno en tentadores cerezos solitarios o apartados). El caso es que un botarate no hizo caso y entró en la huerta de Saturnino, pero apenas había empezado a comer, lo picó una serpiente. Y allí quedó tendido y cuando lo encontraron ya medio muerto estaba, dice textualmente Valerio, “soltando por la boca y por detrás más porquería de lo que había comido”. El mentecato había en mala hora despreciado la abominación del lienzo y sus efluvios mágicos y altivos. Pero esa causa principal y divina de Valerio no tendría razonablemente por qué excluir en la explosión de la formidable diarrea el detonante de una fruta, mucho más atractiva y gustosa que unas legumbres en crudo, cerezas, por ejemplo, quizá no bien maduras y además calientes, condición esta siempre considerada especialmente negativa, que, tragadas con hueso y todo, le sentaron como un tiro en el centro.

Las zreisales florecían aún más tardías en los valles profundos de las montañas cabreiresas, de modo que a finales de agosto o incluso primeros de septiembre todavía los pastores que se llegaban por allí podían encontrar unas bayas en el apogeo de la carnosa dulzura. Así es como se colaban en el banquete de los pájaros, en particular los arrendajos o gayos, pero sobre todo los mirlos insaciables, que al declinar el verano, se dedican a zampar sin preocuparse de guardar la línea melódica de su flauta prodigiosa ahora muda. Y al verlos acaso vuelva fugazmente a nuestro recuerdo el tiempo en que sonaba la esbelta melodía, aquellos días de mayo que, evocados en la soledad de los valles umbríos en los umbrales del otoño, parecen tan lejanos, tan perdidos.

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