Diario de León
Ponferrada

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Ayer se cumplieron doscientos años del nacimiento de Enrique Gil y Carrasco y como el Bierzo acoge estos días un Congreso Internacional que abre una oportunidad única de difundir su obra, me parece necesario consultar el diccionario de la calle y escarbar en algunas definiciones para que ustedes estén al tanto del extraño triángulo que se ha formado en torno a su figura:

Gilofilia: Afinidad extrema con Gil y Carrasco. La disfrutan los lectores de su obra, en especial los que aprecian su poesía, que es la forma más pura de la literatura, y todavía se estremecen con una gota de rocío. Y los que reivindican, además de su altura como novelista, su vigencia como crítico teatral y su talento para describir el paisaje del Bierzo y adentrarse en el género epistolar y los libros de viajes.

Gilopatía: Patología que nace de una gilofilia agravada. Quienes la padecen, porque a veces se parece mucho a una enfermedad, tienen aspecto de quijotes, ven gigantes en lugar de molinos de viento, se preocupan por indagar en los retratos del escritor en busca de un daguerrotipo perdido, y les gustaría que el debate sobre su pertenencia a la masonería y su presunta homosexualidad no fuera un tabú.

Me temo, que yo soy más gilópata que gilófilo. Pero sé que ese mal se me cura con la lectura de unos relatos de Poe, en especial el del manuscrito encerrado en una botella, con una novela de Cormac McCarthy ambientada en un mundo apocalíptico, o en las páginas que Juan Rulfo le dedicó a Pedro Páramo y los fantasmas de Comala.

Gilofobia. Aversión a Enrique Gil y Carrasco. La sufren, porque no hay duda de que es una enfermedad, los que no valoran la figura del escritor, lo que aporta al Bierzo, a León y a la literatura, y están hartos de ver su nombre en la prensa local, en buena medida por culpa de gilópatas como yo, y gilófilos como el centenar de congresistas. Son gente que no ha leído El Señor de Bembibre. O lo hicieron en la escuela, obligados. O directamente no leen, y están tan ciegos que no ven que Enrique Gil y Carrasco, nuestro autor romántico, es un gigante y no un molino de viento escondido en las páginas de una novela.

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