Diario de León

TRIBUNA

Flores de lino para Olimpia

Publicado por
Manuel Garrido escritor
León

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N o es fácil morirse con tanta historia a las espaldas, a no ser que la muerte sin hacerse notar venga escondida en la suave transición hacia el apagamiento de una llamita extenuada. Me refiero a Olimpia Álvarez, maestra: así su muerte la alcanzaba este indeciso abril. Olimpia nació en Losadilla, pueblo del municipio cabreirés de Encinedo, en 1923. Tenía trece años al comenzar la guerra civil del 36, pero no fue entonces el fin de la edad feliz, que llegó un año después con la muerte de su padre en julio del 37, asesinado por una banda de falangistas en Forna, cerca pues del hogar en que quedaban su esposa y nada menos que diez hijos sin aliento. Su delito no había sido otro que ser maestro y como tal apoyar a los políticos que habían impulsado ciertas medidas de dignificación del oficio. Precisamente uno de ellos, Félix Gordón Ordás, pernoctó una vez en su casa de Losadilla, de viaje por Cabrera durante la campaña electoral para las elecciones de febrero del 36. Y ese fue el pretexto, recuperado ya en plena guerra, para el crimen perpetrado por unos desalmados, cabreireses también por cierto del municipio hermano de Benuza.

Terminada la guerra y prematuramente adulta, Olimpia empezó sus estudios de magisterio en León, para seguir la senda de su padre D. Juan Álvarez. Curiosamente, excepto dos de las hermanas, que eligieron Enfermería, los demás, tres varones y cinco mujeres, en un caso seguramente único, hicieron esos estudios. La penuria general de aquellos años se agudizaba con los gastos de los estudios lejos de casa. Por entonces los puntos más cercanos para acceder desde Losadilla al transporte público eran Quereño, al oeste, para el tren, y Castrocontrigo al este, para el autobús, y en ambos casos el viaje requería unas ocho o diez horas de camino: a través de Cabrera Alta y Monte Ladrones, en Villar del Monte, hacia Castrocontrigo, y por la montaña de Campo Romo, bajando por la Ardeira, ya en Orense, hasta Quereño. Iba con ellos algún familiar, para devolver al pueblo la mula en la que cargaban las maletas y las quilmas con las provisiones para una larga temporada. Para aliviar tantas horas de camino y fatiga, solían entonar canciones populares, como aquella tan bonita, que empieza así: «Ya viene la madrugada,/ ya viene el alba del día,/ vi venir una pastora/ por aquella serranía». No faltaron tampoco azares de tristeza y Olimpia contaba siempre que una vez en el trayecto desde Quereño hasta León una mano desalmada les robó la quilma de provisiones. Recordaba que aquel día se había sentido la muchacha más triste y desamparada del mundo.

Respiraban un aire turbio de amenazas y secuelas sombrías. Así por ejemplo en el trayecto por la Cabrera Alta se encontraban con grupos de presos condenados a trabajar en la construcción de la carretera Castrocontrigo-Truchas. Y en la capital vivían cerca de la cárcel, donde dos hermanos cabreireses de Castrohinojo purgaron una travesura juvenil —robarle unos jamones a un comprador ambulante— durante muchos años (y uno de ellos no sobrevivió). Finalmente, concluidos los estudios, Olimpia ejerció la profesión en unos cuantos pueblos, generalmente en territorio cabreirés, para terminar en Quintanilla de Losada, donde se jubiló en 1988.

Diez años después, en 1998, se inauguró en Encinedo un pequeño museo, obra la más querida entre las alentadas por. Concha Casado, que evoca con maestría la vida tradicional cabreiresa sobre la base de sus dos cultivos fundamentales, centeno y lino. Las dos salas en que, según el cultivo, se divide, acogen las piezas, como herramientas y demás elementos relacionados con los oficios, la vida y el mismo entorno físico. La más pequeña es la dedicada al lino y expone el proceso de su transformación desde la semilla hasta el paño elaborado, con todos los utensilios, incluido un telar. Concha Casado la convenció, de modo que a sus 75 años Olimpia recuperó su viejo oficio de maestra, ahora en el museo, donde explicaba con pasión y arte todo el proceso, alguno de cuyos momentos los revivía rueca en ristre y huso en mano. Tras la lección, los visitantes salían al aire del Oteiro. Así se llama este lugar desde el que se ofrece a la vista un panorama espléndido del valle del río Cabrera, que en este punto se ensancha y deja un espacio para cultivos a ambos lados de la corriente. En esas vegas ahora abandonadas se sembraba el lino, y por eso se llamaban linares, los «llinares», dicho en dialecto. Florecían en mayo. Asomados al valle, frente al Teleno a lo lejos elevando su cumbre tutelar, imaginamos esos campos cubiertos de las flores azules del lino, mientras al fondo suena el rumor del río. Ahora que Olimpia se ha ido, ese mundo evocado por el museo y puesto por ella en pie ante nuestros ojos soñadores se aleja un poco más, su floración más perdida, su gloria más lejana. El viejo Homero comparaba al ciclo de las hojas el del linaje humano, que, al igual que aquellas, «pimpollea también y descaece». Una ráfaga del viento homérico se ha llevado una hoja, pero, aunque triste, no voy a convocar, con el poeta, «la madera desesperada de las guitarras lejanas». Solo quería ponerle unas flores de lino a una figura de mujer sobre un fondo en azul de linares en flor: Olimpia Álvarez, maestra cabreiresa.

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