Diario de León

Publicado por
Isidoro Álvarez Sacristán De la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
León

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S í, ya sé, podemos ser pluriregionales, pluriprovinciales, pluriateos —qué para doja— plurimediopensionistas… la lista es enorme. Esto pasa porque a un político se le ocurrió, en un debate, preguntar a otro si sabía lo que era una nación. No es nada nuevo, otro político —leonés por más señas— se argumentaba —es un decir— que la nación era un concepto discutido y discutible. Desde que Ernest Renan pronunció aquella famosa conferencia en París en 1882, dejó de interrogarse lo que era nación, al definir con gran claridad que «una nación es un alma, un principio espiritual», y añadía, «la nación como el individuo, es el resultado de un largo pasado de esfuerzos, de sacrificios y de desvelos».

Merecería la pena que los políticos que dudan del concepto de nación leyeran esa conferencia. Pero temo que no comprenderían nada de lo que en ella se dice, pues al comenzar con el término alma se echarían las manos a la cabeza, ya que tal expresión está extramuros de su comprensión alejada del concepto de ánima; y si se tratara de explicar el pasado de esfuerzos y sacrificios, no les importaría absolutamente nada, pues a tales políticos se les ha olvidado prontamente las muertes a tiros de sus colegas para hacerse amigos de los tiradores. Este es el panorama de los que dudan de la nación, por eso quieren que exista la plurinacionalidad para escudarse unas veces en una y otras en la que más les conviene. A este paso tendríamos tantas naciones como sentimientos, no es de extrañar que se ponga nombre a la ‘vuelta ciclista a la plurinacionalidad del Estado’, para no señalar a España como Nación. No voy a dar más pistas.

El término «nacionalidad» quedó fijado en nuestra Constitución, no sin ciertas discusiones y reservas sobre el término. Si bien el concepto no fue feliz, hay que examinarlo desde aquella perspectiva histórica de 1978. Por de pronto la palabra va unida en el siguiente tenor: «se reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones». Cuando se debatió este apartado, uno de los constituyentes —Miguel Roca i Junyent— manifestó: «…hoy coincidimos todos en alcanzar por la vía de la autonomía, un nuevo sentido de la unidad de España».

Parece que el asunto había quedado zanjado, no obstante las alusiones del independentista Heribert Barrera que hablaba, entonces, de «un estado formado por un conjunto de naciones» (Oscar Alzaga, 94). Como si no hubieran pasado 40 años se vuelve otra vez a lo mismo —vuelta la burra al trigo, que se dice en León— sin comprender que o se está con la legalidad (Constitución) o contra ella (revolución); si no se cumple estaríamos —hay que decirlo claro— con las bases del marxismo, a saber : «los comunistas…declaran abiertamente que sus objetivos solo pueden alcanzarse derrocando , por la violencia, todo el orden social existente» (El manifiesto…, 69). Y, naturalmente se empieza por trocear lo nacional, con la trampa de que existen varias naciones. Pues no. Incluso bajo el nombre de España, se proclama en el preámbulo de la Constitución que: «La Nación española en uso de su soberanía proclama proteger a los españoles, sus culturas, y tradiciones, lenguas e instituciones». Y ahora hay que contestarse ¿qué más se puede pedir para que los pueblos y nacionalidades de España se sientan unidos? Cumplir este mandato nos lleva a lo que nos decía Unamuno sobre la españolidad: «… deben de enredar a los hombres en la lucha por la vida histórica de la nación» (La vida es sueño, 230).

Hablar de plurinacionalidad es una imposibilidad política, metafísicamente hablando, pues lo que denomina la Constitución nacionalidad no es más que un trozo de sentimientos extensivo a la Nación —con mayúscula— como se cita en la Carta Magna. De manera que se está con la Ley o fuera de ella. Se está con la suprema Nación o extramuros de una realidad histórica y universalmente reconocida. Es cierto que la regionalidad —que se acompaña a la nacionalidad— es una fuerza corácea a la que le atraen las culturas, las tradiciones, los atávicos sentimientos, pero por encima y casi en su derredor, se encuentra la Nación con sus proyectos en común, sus historias y sus compromisos internacionales que son imposibles de despegar, unidos de una forma tan atávica que son inviables de desunir sin una catastrófica desaparición como ser nacional, sin que se padezca, como diría Ortega «un déficit de orden intelectual». A eso se llega cuando se pretende trocear tan voluminosa composición histórica. Porque la Nación no se compone de un conjunto de votos, ni puede ser mercadeada por urnas de cartón o de cristal, es mucho más que arengarla desde un atril o un púlpito. Cada vez que se cita a la Nación para procurar un aplauso se nos abren las venas de nuestro cuerpo y claman, desde el cementerio, los muertos por la defensa de su pueblo. No lo podemos remediar. No podemos permitir que desde un púlpito nos digan que somos más otros que nosotros mismos. No hay nadie al lado más que el congénere nacional desde hace casi mil años. Y por eso apoyamos aquel poema de Gabriel Celaya: «Porque me has hecho el que soy/ porque debo reinventarte y hacerte ser ahora, aquí/España, a ti».

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