Diario de León
Publicado por
LA GAVETA CÉSAR GAVELA
León

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C ada vez que paso por una enorme plaza de Ponferrada, plaza sin urbanizar, tengo la sensación —literaria— de estar atravesando, en clave inofensiva, la siniestra ‘avenida de los Francotiradores’. La tristemente famosa calle de Sarajevo de los años de plomo y muerte que sacudieron a la antigua Yugoslavia en la última década del siglo XX. Cuando sucedió lo que nadie podía imaginar: una guerra étnico-religiosa en plena Europa, en un país que había sido comunista.

La plaza que digo intimida un poco a sus viandantes y fomenta su agorafobia. Porque al atravesarla uno parece estar siendo observado por cientos de ojos apostados en las casas nuevas que la enmarcan. Es la plaza emblema de una Ponferrada perdida de sí misma un poco, y en especial de sus años recientes. Plaza símbolo de la ciudad sin pulso y sin impulso, sin ideas y sin dinero. Pero sobre todo, sin ideas. Sin talento en sus dirigentes, aunque también es cierto que están muy perjudicados por la endiablada composición del consistorio.

Toda Ponferrada parece asomarse a esa plaza que no es plaza, a esa inmensa explanada de abandono y perplejidad, a esa isla de vacío que une —es un decir— las últimas calles de La Puebla con ese reino ampuloso y en buena parte fallido que es La Rosaleda. La plaza de los francotiradores de miradas es un agujero negro situado justo en el lugar que estaba llamado a convertirse en el corazón arquitectónico de la nueva urbe rica y confiada. Un agujero negro de suelo blanquecino que lleva así un montón de años, lo que rebate las prisas con las que se desmanteló el hipermercado que la ocupaba y que ahora queda a dos centenares de metros, bajo la advocación del Rosal y en la vecindad del campo del Toralín, otrora reino de los sueños futbolísticos de la ciudad, y ahora depósito de melancolías aunque también de remotas esperanzas.

¿Qué hacer con esa plaza berciano-bosnia? Nadie sabe. Se habla de un destino sanitario, de un destino bombero, de un destino sin destino. Y mientras se comenta el tema, que es pocas veces, el tiempo pasa, y los años, y la atrabiliaria plaza ahí sigue, recorrida por gentes que aceleran el paso cuando la transitan, como asustados por esas miradas frías que, sin duda, se apostan detrás de los visillos y las persianas de las viviendas limítrofes. Construcciones que, a su pesar, cobran un cierto aspecto de edificios de aura soviética, quien sabe si de Omsk o de Ekaterimburgo. De muy lejos, en todo caso. Como muy lejos parece estar la solución y el dinero para convertir ese yermo de cemento en un lugar que embellezca la urbe, que anime a los ponferradinos y que alegre corazones. Porque sin proyectos, sin mejoras, sin cambios, sin obras… las ciudades se vuelven viejas, torpes y descreídas; se vuelen resignadas y abúlicas. Justo lo que Ponferrada no ha sido nunca en el último siglo. Lo que no podemos consentir que sea.

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