Diario de León
Publicado por
MIGUEL PAZ CABANAS
León

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Vivimos rodeados de viejos. Esta es una ciudad llena de ellos. Como no puede ser de otra forma, pasean ociosos, las manos a la espalda (la artritis no deja que las deslicen en esos bolsillos sin fondo de los viejos), el andar titubeante, la mirada pedida y absorta: es mentira, lo ven todo, lo registran todo, ningún percance se escapa a su escrutinio.

Me repelen y los adoro a partes iguales, a los viejos, su egoísmo, su insolencia, su infinita y rocosa tozudez. Con esa actitud desinhibida suya, cuando todo les da igual, en las horas del crepúsculo, tras décadas viviendo como ciudadanos reprimidos: se saltan las colas, orinan en los parques, porfían en los comercios, engullen en las fiestas, sonríen como hienas cuando oyen a esos políticos jóvenes prometerles la luna. No me hagas reír, mascullan entre dientes. Pasan las hojas de este periódico como si fuesen mortajas, se detienen con placer en las esquelas, el parte de guerra diario, porque esta vida es una guerra, lo saben bien, a partir de cierta edad las mañanas se parecen a un Belchite en miniatura: a ellos solo les queda la paciencia oscura de quien ha procesado cada fracaso y cada pérdida.

Esos viejos correosos, que viven en pisitos con olor a caldo y lejía, se han cabreado, han levantado el puño por calles y plazas, gritan con voz cavernosa, resoplan, aparecen en los telediarios zarandeando gendarmes. Es algo digno de ver: impredecibles, gregarios, tremendos. Sus bocas temblorosas, su justa rabia, sus chaquetas pasadas de moda. Cómo frenarlos, se pregunta la autoridad, cómo detenerlos, quién se atreve a lanzarles botes de humo, a golpear sus cráneos, aunque los tienen duros, fabricados en mármol, cráneos moldeados por el sudor, las cicatrices y el tiempo.

Me inspiran emoción esos viejos, no diré ternura, quizá asombro, una mezcla incierta de las dos: tan frágiles y duros a la vez, como esas caracolas que se rompen en la estantería del salón después de padecer millones de olas en el mar. Los miro y veo a mi padre, la espalda inclinada de mi padre, él que emigró siendo joven, segando los campos de Castilla, tragándose una mili de siglos, compartiendo pensiones, madrugando como los pájaros, construyendo con sus manos casas que acogerían a proles ruidosas y felices. Mi padre, caminando con torpeza por habitaciones blancas, como un monarca herido y destronado, lleno de orgullo aún, sin saber que le pertenece la dignidad última del mundo, los años dulces que nadie le podrá arrebatar, ningún idiota, ningún usurpador, ningún político mediocre. Mi padre, tan viejo, tan fuerte y hermoso: como esos árboles donde colgaba el columpio y, sin apenas tomar impulso, me hacía rozar el cielo en sus días de juventud.

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