Diario de León
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ernesto escapa
León

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El castillo de Cornatel tiene emplazamiento aguileño, aupado casi doscientos metros sobre el precipicio, en una peana que agita siglos de leyenda y misterio en el camino jacobeo de invierno, antesala de las Médulas. Lo habitaron los templarios, fue escenario de novela romántica y de notables episodios históricos. La torre del homenaje, que luce sus almenas sobre la collada de Cornatel, da una primera impresión engañosa. Porque este flanco es el que mejor se conserva de la fortaleza, rehabilitada para su visita hace doce años. La entrada perdió las armas heráldicas y sus piedras más nobles, pero guarda empaque de paso adornado con todos los misterios de la historia.

Abierta al norte y asomada al precipicio, vigilan la entrada sendas saeteras. La estancia interior despliega una planta irregular, condicionada por el picón de terreno en que se alza. La torre del homenaje tiene a su derecha los vestigios de la capilla. Y colgados sobre los escarpes que vigilan el precipicio del arroyo, asoman unos miradores de vértigo. Este castillo fue escenario de algunos de los episodios más sobresalientes y dramáticos de El Señor de Bembibre, nuestra mejor novela romántica. Siglo y medio después, Raúl Guerra Garrido rescató en varios de sus libros la magia de su perfil aguileño.

La historia de la peña fuerte de Cornatel se remonta a la alta Edad Media, cuando se conocía como castillo de Ulver. Durante el siglo trece estuvo en manos de los templarios, hasta su disolución a comienzos del catorce. Luego pasaría al conde de Lemos. En 1468 recibió el ataque de los Irmandiños, movimiento anti señorial gallego, que pusieron a prueba su resistencia. La reconstrucción posterior convirtió el baluarte en una mansión palaciega. Entonces fue residencia estacional de los marqueses de Villafranca, uno de cuyos descendientes lo vendió, en 1900 y junto a trece hectáreas de terreno, como aprisco a la pedanía de Villavieja.

El castillo muestra su perfil más hermoso desde el camino que desciende hacia Villavieja, en el hondón del arroyo. La entrada del pueblo ofrece un paseo arbolado con un caño de agua subterráneo, al que se baja por unas apretadas escaleras. A media ladera, asomando sobre la vegetación escalonada, destaca una casa con solana azul. Pero la buena impresión inicial la amuelan diversas atrocidades cometidas en el caserío de la aldea. Construcciones desvencijadas, otras malamente rehechas con bloques grises y alguna, como la cochera del huerto parroquial, con la insolencia de su frontal alicatado en rosa. Evitando estos sarpullidos, el paseo por el pueblo depara enclaves de belleza lujuriosa. Corredores abiertos al mediodía, nogales centenarios y curiosas construcciones populares felizmente supervivientes.

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