Madre y feminista
Mi madre era feminista y rebelde. Nunca aceptó la superioridad de los hombres y entendía que era mucho más hermoso ser mujer. Doña Milagros López Gavela era dulce y enérgica, guapa y asturiana. Tenía una memoria sensacional de su infancia, adolescencia y juventud; memoria de las diversas villas donde vivió, donde su padre fue destinado como secretario de juzgado. Cálida memoria de la familia y las amigas. Y de las canciones, las romerías, los sueños, el mar. Luego aprendería a querer intensamente al Bierzo, donde pasaría la mayor parte de su vida. El Bierzo verde y azul, amarillo y naranja.
Su pasión era la naturaleza. Ella le decía muchas veces a mi padre que detuviera el coche para que saliéramos a caminar entre los robles del puerto del Connio o de Somiedo. O entre los eucaliptos de Galicia. Para que respiráramos hondo y en silencio. Su otra pasión era la pintura. Hizo humildes estudios de arte en su colegio de Infiesto y pronto se volcó en sus óleos. Andando el tiempo la acompañé en sus exposiciones en Oviedo, León, Orense, Valladolid... Viajes en los que llevábamos los cuadros en el furgón del almacén de coloniales de mi padre. Viajes que ahora parecen literatura y lo son. Por lo divertidos, originales y entusiastas.
En su primer tramo del matrimonio fue una mujer más convencional. La religión y los pocos años de sus hijos la tenían un tanto indefensa. Un tanto solo, porque ella era enérgica y fuerte. Tan enérgica como sacrificada y generosa. Pero cuando sus hijos mayores se hicieron ácratas pacíficos, ella se incorporó a la jugada, y dio pasos hacia su liberación, siempre modesta. Porque el dinero era escaso, y las obligaciones muchas. Pero ella mandó al diablo infinidad de convencionalismos, y yo, por mi parte, joven colaborador, empecé a fregar cada día los platos y a hacer todas las camas de la casa, que eran unas cuantas. En eso nunca desfallecí. Otros hermanos afrontaban otras tareas, lo mismo hombres que mujeres. De ahí que nunca entendiéramos que hubiese hogares donde las chicas hacían esas labores de ayuda y los hombres no. Vivimos ahora, y ya tocaba, un cierto optimismo en el interminable camino de la liberación de la mujer. Un empeño crucial, ineludible, que aún está muy lejos de su meta. Pero va a mejor, eso parece. Y en mi memoria se agiganta el recuerdo de aquella mujer que nos enseñó cada día la ternura y la bondad, y muy especialmente, el sentido del humor y la valentía. Nuestra madre insistía mucho en eso: en el valor. En que el miedo nunca determinase nuestra conducta. Creo, sinceramente, que todos los hermanos hemos honrado ese mensaje.
Este verano se cumplen 25 años de su muerte en un trágico accidente de tráfico, bajando el puerto del Connio. Donde tantas veces habíamos respirado el aire puro de la tierra sagrada del bosque de Muniellos. Donde lo seguimos respirando en su homenaje.