Diario de León
Publicado por
manuel garrido escritor
León

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A sombra la prepotencia con que ciertas palabras campan de pronto por el habla común. Potenciadas por circunstancias sociopolíticas propicias, terminan en fetiches intocables con las cualidades «divinas» que puso Valle Inclán a las de su título emblemático, ídolos que destierran, reducidas a la nada, a otras palabras congéneres: así memoria con recuerdo, en un proceso con inicio observable en los primeros años de nuestro siglo.

Entonces hizo fortuna la expresión «memoria histórica», inaugural de la tendencia epidémica, olvidando que la memoria no tiene más remedio que ser histórica, o no sería memoria. Pero un empleo uniforme y uniformado no podía sino concluir en banalización y ahora ya todo es memoria, un comodín resultado de la comodidad del hablante o quizá de su acomodación, no importa si entusiasta o más bien desganada, a la corriente.

De modo que quien se proponga escribir un libro sobre la historia de su pueblo comenzará por desechar la simpleza de un título desfasado como este: Recuerdos de mi pueblo, porque otro se impone sin excusa: Mi pueblo en la memoria. Por el contrario, el lenguaje popular común desconoce este término para la función de recordar, y lo reserva para el estado de la mente, que relaciona con la salud, y también para la capacidad intelectual de quien, hablando sin papeles, es capaz de recitar fechas, lugares, sucesos, listas de reyes góticos o príncipes posmodernos.

Ese mismo lenguaje, si de lo que se trata es de recordar, utiliza el término más acorde, que es recuerdo. Y acierta, pues no le hace intervenir a la mente, aséptica y distante, sino al corazón. Así es como ese lenguaje popular, presuntamente más pobre, sigue el camino de la etimología, que une mente y memoria, por una parte y recuerdo y corazón por la otra. Recipiente ideal de los recuerdos es el corazón frente a la mente, porque esta puede olvidar, mientras que el recuerdo, o sea, el corazón, no olvida —o no sería corazón—.

Zorrilla escribió un libro que tituló Recuerdos del tiempo viejo. Ese tiempo suyo no era el luminoso nuestro, porque en ese caso el título tendría que haber sido este otro: El tiempo viejo en la memoria. Pero ocurre que el recuerdo es un río, si las vidas lo son, como lo dijo Jorge Manrique en sus coplas: «Nuestras vidas son los ríos…».

Ahora bien, aquí no hay que olvidar (no perder la memoria de la mente) que recordar es despertar: «Recuerde el alma dormida», es el primer verso de las coplas. Y esa acepción, perdida entre nosotros, perdura en muchos lugares de la América hispana. Por lo demás, perdida la memoria, todo es ya dormir.

No hace mucho se publicó el libro Geografía de la memoria. El título podrá a primera vista parecer sugestivo, pero de hecho esa unión de dos conceptos sin ningún punto de contacto lo vuelve in-significante y por tanto ininteligible. En el libro se trata de evocar lo que un lenguaje pretencioso llama mundo rural, fórmula «divina» ajena a sus habitantes, porque lo suyo es vivir en el campo, en el pueblo, como lo han dicho siempre llana y simplemente.

Hay por cierto un bello libro de Muñoz Rojas con ese título: La vida del campo (o sea, de pueblo o en el pueblo; y José Luis Puerto tiene uno de tema parecido y no menos bello: Las cordilleras del alba). Repitámoslo: mucho hubiera ganado con este otro: La vida rural. Y ya puestos a ello se hubiera salido del canon con el definitivo: El mundo rural en la memoria.

Pero el caso es que, en vista del punto en el que estamos, fruto de una evolución, por otra parte no concluida, otro título parece mejor acordado: Geografía del olvido. Y no se trata ante todo de que la tal geografía campestre haya sido olvidada por quien sea.

El proceso, o dicho sencillamente sin eufemismos sociolingüísticos, el traslado del campo a la ciudad, se repite en todo el mundo, últimamente acelerado al máximo. Ese traslado incluye el olvido de cosas que, erradicadas, no pueden llevarse a ningún sitio: los ciclos de las estaciones, las creencias y ritos festivos ligados al ritmo de esos ciclos, los modos de vida, las herramientas y utensilios. Había un diálogo «natural» sobre el terreno entre la tierra y el hombre, y por tanto, desaparecido este, también se desvanece aquella de su vida.

Nadie por cierto ha expresado ese desarraigo como Miguel Torga, un escritor arraigado hasta en su nombre (torga es tuérgano, raíz de urz): «Ya no soy de aquí. Soy como esos árboles trasplantados, que no gozan de buena salud en el nuevo suelo, pero que se mueren si vuelven a su tierra natal».

Y he aquí un último título para completar esta trinidad campesina: Geografía del silencio. No el mundo rural, pura abstracción, es el campo real el que está en silencio.

Dejemos los éxodos de otras latitudes lejanas y vengamos al nuestro. Crece la preocupación por el abandono de los pueblos, que se vacían o en realidad están ya muertos, con una población irrelevante, porque en efecto no hay relevo. Recordemos los datos: según el censo oficial, en los cuatro ayuntamientos de Cabrera hubo en 2017 un nacimiento y 37 defunciones. Datos semejantes se repiten en la provincia y en todas o casi todas las provincias de la España interior.

Tras el olvido llegó el silencio. Esta es la desolada realidad: el campo en silencio; y al decir campo pensamos en geografías concretas, escenarios reales, ámbitos reconocibles, rincones.

Y ahora en el escenario general del abandono los pueblos ya no son más que rincones de silencio.

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