Diario de León

TRIBUNA

Mola más negro con alas que rubio con cananas

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EUGENIO GONZÁLEZ NÚÑEZ PROFESOR. UNIVERSIDAD MISSOURI-KANSAS CITY
León

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N unca sabremos si al final de tantos ruegos por parte de A. Machín, el pintor de la copla pintaría un ángel negro, «que también se van al cielo, todos los negritos buenos». Por siglos, la raza negra ha sufrido cadenas, latigazos, desprecios, marginación, humillaciones sin cuento. Son pocos los años en que los hombres y mujeres de color han comenzado a competir con los hombres y mujeres de raza blanca. Por ser tan pocos, en este país hay todavía mucha gente que no ha llegado a enterarse de que las cosas han cambiado y siguen cambiando para bien, al admitir de igual a igual a todas las razas, ya que en realidad solo son los actos, las conductas, los comportamientos y no los colores los que nos pueden diferenciar, que no separar, a unos de otros. ¡Qué difícil era imaginarse hace tan solo algo más de medio siglo que los negros tuvieran alas y que en el cielo de los blancos buenos, hubiera angelitos negros! El color negro, por siglos, estuvo marginado, opacado, relegado y postergado a lutos, misas de difuntos y sotanas; a la noche cerrada, a la mazmorra y a la galera, a la boca de la mina y al infierno.

Hermosos eran y son —nadie lo niega—, los angelitos rubicundos de los enrevesados y retorcidos altares barrocos. Ensortijado el pelo, azules los ojos, sonrosados y rellenitos los cachetes. ¡Daba gloria verlos! Los seres majestuosos de nuestra religión cristiana siempre se adornaban de angelitos bellos, querubes rubios, de bucles de oro, y por centurias, el único negro de los altares era la imagen de un diablo vencido y humillado Luzbel — la luz más bella—, a los pies de un triunfante y luminoso San Miguel. Toda una iconografía que de ninguna manera ayudaba a ‘emancipar’ al mundo de color. En este país, el blanco había vencido al nativo y por siglo y medio postergó al afro-americano. El vaquero de Texas, el petrolero de Kansas, el gentleman de Nueva York, y sus respectivas damas, eran hombres y mujeres rubios, altos, elegantes, de ascendencia anglosajona, alemana, centroeuropea. Latinos y afroamericanos ocupaban puestos muy bajos en el escalafón mental y social. Las películas del viejo Oeste y, en general, todas las producidas por años en Hollywood, fueron un canto a la belleza, a la inteligencia, a la fuerza de la raza blanca y al tintineo del ‘dorado’. Ellas y ellos se paseaban por las pantallas del mundo luciendo elegancia, garbo, supremacía —aunque ocultando escandalosos acosos sexuales que mucho más tarde saldrían a relucir—. Solo años después comenzaron a reivindicarse los derechos del mundo afroamericano, de manera especial en eventos deportivos como las olimpiadas, o culturales como el mundo de la canción, o científicos para las «computadoras de color», como se denominó a las mujeres negras que, eficientes, pero escondidas, trabajaron en la Nasa.

Fueron las armas las que les dieron a los blancos, un aire de forajidos vaqueros y fama de diestros tiradores en lucha contra la mafia, que todavía les acompaña, simbolizado hoy en la poderosa Asociación Nacional del Rifle, así como en la cantidad de crímenes y suicidios que este país aporta al cómputo en el ranking mundial de los muertos. Así es el mundo de muchos blancos violentos, cuyas mentes ocultan, «una vaga astronomía de pistolas inconcretas» y cuyas casas son un arsenal de plomo, según ellos, para la defensa personal.

Con la presencia en el poder de personajes como Trump, la imagen del viejo oeste —de verbo arrogante, prepotente, mentiroso y fanfarrón— y del viejo mundo de los años treinta con las mafias, devuelve a las pantallas del mundo la imagen belicista, dominadora, avasalladora del mundo capitalista del siglo pasado que tanta antipatía despertó en muchos países, sobre todo del viejo continente. Desde las miras de un simple ciudadano de a pie, es difícil entender cómo un hombre como él ha podido llegar a ser presidente de un país que para nada necesita —aunque algunos viejos rancios lo piensen—, recuperar ciertos malos modos del pasado para tener prestigio, poder y hegemonía mundial.

Con la palabra alada y la imagen familiar, enmarcada en una sonrisa sencilla, respetuosa, Obama, apostando por una actitud dialogante, el país enarboló la bandera de un mundo más calmo, menos violento y peligroso. Inteligente, cercano, popular, pero ¡negro! Algo que sus más feroces, enconados e irracionales enemigos nunca le perdonarán. A mi entender, sus detractores postergan así, una inteligencia viva, una integridad moral, dominio de la situación y un plus de virtudes humanas que hacen de él un hombre competente y comprometido para mantener la convivencia y la paz mundiales, y dirigir con acierto y «buen rollo» los destinos de la nación.

Trump nos depara con su sonrisa malévola la imagen del cínico mentiroso e infiel que no conoce más amigos que aquéllos con los que puede jugar, hacer negocio —siempre para ganar—, porque en su vocabulario el verbo perder solo se queda para «los débiles y cobardes, las ratas y las mujeres», según sus propias palabas. Quien, desde el primer día de su mandato, asienta plaza de vocinglero, mentiroso y trapacero, no puede ser un héroe, sino un villano, como lo atestiguan las más de seis mil ‘afirmaciones engañosas’, trapacerías, que le acompañan en su «mal rollo» desde que se encaramó al poder.

Míster Cohen, el abogado, perro fiel del mafioso gañán del rebaño, fue usado —como tapadera—, para llevar a cabo muchos de los sucios negocios del inescrupuloso pastor. Pagó los caprichos libidinosos de un Trump amoral, fanfarrón y machista, en todos los sentidos. Mintió para defenderlo, por lo que hoy está entre rejas, terminando así, a los ojos del ‘tenorio’ calavera como un traidor, peor aún, como «una rata». «Así paga el diablo a quien bien le sirve».

La mala cabeza, a la par que la codicia de un? mal corazón, destruyen a los gobernantes y los convierten en dictadores, a la vez que ellos destruyen todos los valores de los pueblos. ¿Qué país puede tolerar que su presidente, un día sí y otro también, esté en el candelero por sus malos modos, fanfarronadas, mentiras y racismo? Trump es como un vestido viejo, lleno de jirones. Crees que remiendas uno, y al día siguiente aparecen otros con carácter de mayor urgencia y gravedad.

Bien seguro estoy que míster Cohen nunca movió un dedo sin que Trump se lo ordenara. ¿Cómo se llama eso de tapar la boca con dinero, con poder? ¿Cómo se llama eso de donde ayer dije no, hoy me peta decir sí, y todos a callar? ¿Acaso puede un país permanecer callado cuando se condena a un hombre que simple y llanamente fue la mano que ejecutó las obras malas y las tropelías que alguien cargado de dinero y de poder le susurró? Claro que tiene su culpa, y por ello ahora va a pagar su delito, pero ¿acaso puede ser juzgada solo la mano, olvidando que fue un cerebro enfermo el que maquinó estas acciones? Por todo ello, es que preferimos las alas soñadoras y limpias de un ángel negro que por donde va, su sonrisa franca y sincera es explosión de cordialidad, reguero de agua clara, despertando empatía y afecto, a las bravuconadas de un querube de fuego y doradas alas de oropel, rodeado de cananas, y pesado como el plomo.

Este país no se puede permitir tener en la Casa Blanca, aunque la economía vaya muy bien, a un nuevo y bíblico David, recalcitrante, obsceno, picapleitos y vocinglero. Si él no decide irse a hacer ‘penitencia’, la máquina inexorable de la verdad y la democracia lo enviará, porque no es digno de estar donde está, y nosotros no somos tan indignos como para tener que aguantarlo a él y a toda su «corte milagrera» de la Casa Blanca.

Jakelin, la bella indita de la Alta Verapaz, inocente, flaquita y saltarina, valiente, decidida, floreada como un silencioso quetzal, ha volado al cielo de los niños sin realizar su gran sueño, para augurarle a Trump que la tolerancia cero que él aplica a los pobres inmigrantes centroamericanos, el dios Quetzalcóatl se la aplicará a él —si no es ahora—, al menos cuando llegue a las puertas del fatídico, pero justiciero, infierno maya de Xibalbá.

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