Diario de León
Publicado por
José Antonio Fernández Llamas, escritor y licenciado en Derecho
León

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Mucho se habla de las lecciones aprendidas, o aún por aprender, de la actual situación de pandemia. Entre las primeras, un sistema sanitario felizmente plagado de excelentes profesionales (aunque este dato era ya conocido); una movilidad respetuosa con el medio ambiente; la urgente variación de usos y modos sociales... Entre las todavía pendientes, tantas otras, como los inevitables cambios que ha de traer el inminente curso escolar; y dentro de estos últimos, un aspecto tan importante como difícil de atajar.

Importante porque deja a su paso (cruel paso) una muchedumbre de víctimas, doblemente víctimas por su temprana condición. Difícil de atajar dado que, año tras año, los buenos propósitos de septiembre no evitan nuevos dramas, a sumar a otros enquistados, en mayor o menor medida.

Todos hemos escuchado, de boca de demasiados alguien, palabras irreflexivas, intentos de minimizar la lacra del acoso escolar con el muy débil argumento de que ha existido siempre. El problema viene de lejos, cierto, pero no por ello deja de serlo; y algo más: nunca antes la magnitud de hoy.

Puestos a argumentar... sobre el porqué del agravamiento, sobre las causas avivadoras de este pertinaz fuego, una vergonzante: en la «generación de la EGB» los padres reforzaban el criterio de los docentes, ante un comportamiento agresivo de los hijos; en la siguiente (la actual) simplemente los desautorizan.

Y existe una segunda (causa, o circunstancia), más de todos los días y de todas las horas, cual es la existencia de las redes sociales: antes un problema de convivencia a menudo hallaba solución con unas vacaciones de por medio; hoy los chicos no interrumpen la conexión por wasap, por internet (salto cuantitativo), ni su vínculo de funestas consecuencias, en tanto que, al no ver la reacción, el sufrimiento de la víctima, no tiene cabida la compasión ni el remordimiento (salto cualitativo). Y de nuevo los progenitores, y su responsabilidad (por acción u omisión).

De miradas compasivas sabía mucho Charles Dickens (1812-1870), quien, tras denunciar en sus novelas las clamorosas injusticias de la llamada New Poor Law (1834), para los más desfavorecidos, y muy especialmente para los niños sin recursos, reserva a estos una suerte de recorrido ascensional. Inmortales personajes como Oliver Twist o David Copperfield —que es tanto como decir el propio Dickens— constituyen claro ejemplo de ello; y aun el avaro Ebenezer Scrooge, de su celebrada Canción de Navidad (1843), con un carácter difícil, probablemente heredado de su antiguo papel de víctima de acoso escolar.

Después de esta digresión, de este salto en el tiempo, realizados en el ciento cincuenta aniversario del fallecimiento del escritor que tan magistralmente retratara la Inglaterra victoriana, retornemos al hoy. En su compleja tesitura —y quien retoma, ahonda— la labor de los adultos, de todos, deviene fundamental a fin de los valores y necesaria concienciación de los niños. Bien entendido que a los padres corresponde educar (tienen ese deber) y a los colegios complementar esa educación, y no en sentido inverso (como a veces —por aquellos— se quiere hacer creer).

No olvidemos, a mayor información, que algo tan grave como el acoso escolar podría constituir delito. Aunque de forma implícita, la conducta viene tipificada en el artículo 173.1 del Código Penal, con castigo para quien «infligiera a otra persona un trato degradante, menoscabando gravemente su integridad moral». Delito al que a veces se suman otros: lesiones, odio, etc.

Hay niños, y a nadie debería extrañar, que mejoraron su situación con el confinamiento; niños cuyo encierro les proporcionaba calma; niños con anhelos infantiles arrancados y en vías de recuperación, de lenta recuperación por su tanto sufrimiento; niños, en definitiva, cuyo mayor alivio es no tener otros niños en torno...

Mientras los compañeros se asomaban, desde sus hogares, para tributar merecidos aplausos, ellos buscaban las estancias más recónditas, sin balcones a la calle; y bajaban la persiana de las redes sociales para tampoco ver ni tampoco escuchar. En ese sueño letárgico habrán de desempolvar su primer retrato, tan azul...

En las otras casas (decíamos al inicio del párrafo anterior), algo muy distinto: un largo retiro..., con un trasfondo de muerte —por más que endulzado de ovaciones—. Y al fin estos otros niños comprendieron, a través de las muchas ventanas, lo que es el profundo pesar ajeno. E interiorizaron los esfuerzos en pos de esas vidas, de esos abuelos (los suyos, quizá). Y recordaron las amenazas, los insultos, las agresiones; y cayeron en la cuenta de aquellos ojos fuente, suplicantes, y con miedo... Y seguramente lloraron: vertieron lágrimas de compasión... y de remordimiento.

En medio de esta realidad epidémica, los usuarios de pupitre han tenido una magnífica oportunidad para aprender la trascendente lección de la empatía, la primera y más importante. De lo contrario, cuando su vida otra vez con ventanas a la calle, cuando el regreso al aula, los pequeños sufrientes de referencia volverán a llamar a la puerta..., volverán a llamar a la puerta con la esperanza de que nunca se abra; y el cuento de Dickens no tendrá un final feliz.

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