Diario de León

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El sábado 1 de agosto, a las siete de la tarde, asistimos al funeral celebrado en la Iglesia de San Miguel Arcángel de Trigueros del Valle por una hija del pueblo fallecida días antes. La misa fue oficiada por don Julio, hermano de la difunta, y concelebrada por don Herme, hasta hace un año párroco de la localidad y hoy en Valoria la Buena.

En la homilía, corta, sencilla e interesante, don Julio destacó tres motivos por los que aún perduran y se comparten estos ritos religiosos en nuestros pueblos. El primero: despedir a una persona que durante un tiempo había formado parte del vecindario, como prueba de afecto y respeto a quien con su muerte había dejado este mundo. El segundo: acompañar a los familiares en tan luctuoso momento, como muestra de solidaridad y de cariño hacia sus parientes más cercanos. Y el tercero, el más importante, reafirmar la esperanza en el reencuentro futuro con nuestros seres más queridos, dando así sentido de trascendencia a nuestra vida y como signo de confianza en que algún día volveremos a estar juntos bajo el amparo de Nuestro Señor.

La ceremonia, después de agradecer el religioso la presencia de los allí reunidos, finalizó con un ferviente y emocionado canto de la Salve a la Virgen del Castillo.

El 6 de julio se había celebrado, a las ocho de la tarde, el funeral por las víctimas del coronavirus convocado por la Conferencia Episcopal Española en la Catedral de la Almudena de Madrid. A la misa, oficiada por el cardenal arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, concelebrada por otros 35 prelados y presidida por Sus Majestades los Reyes de España, Felipe VI y Leticia, a quienes acompañaban sus hijas la Princesa Leonor y la Infanta Sofía, asistieron cerca de 400 personas, entre ellas la vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Presidencia, presidenta del Congreso, presidenta del Senado, presidente del Tribunal Constitucional, presidente del Tribunal Supremo, presidenta del Tribunal de Cuentas, presidenta de la Comunidad de Madrid, alcalde de Madrid, jefe del Estado Mayor de la Defensa, delegado del Gobierno en Madrid, líder de la oposición y presidente del PP, Pablo Casado, portavoces en el Congreso de los Diputados de Vox y de Ciudadanos, el nuncio en España de su Santidad, representantes de diferentes iglesias y confesiones religiosas, familiares de fallecidos, representantes de diversos colectivos que estuvieron en primera línea durante la pandemia, como Fuerzas Armadas y Cuerpos de Seguridad del Estado, sanitarios, destacando un grupo del Samur vestidos con sus polos amarillos, voluntarios de Cáritas con sus chalecos rojos y bomberos.

Fue una ceremonia en la que se echó en falta al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, cuya ausencia sería muy criticada y considerada como una falta de respeto y de empatía hacia las víctimas y sus familiares, y a TVE, esgrimiendo como argumentos, con que justificar no haber dado cobertura del acontecimiento, la naturaleza del acto —no se trataba de un funeral de Estado— y la franja horaria en la que se celebró —solapamiento con la emisión nocturna del Telediario—. No obstante, el funeral pudo seguirse a través de Trece TV y Telemadrid, que lo emitieron en directo y de manera íntegra. También asistieron unos 170 periodistas y técnicos de diferentes medios de comunicación acreditados.

La misa por las víctimas del covid-19 organizada por la Conferencia Episcopal Española no era un rito privado, no lo era. Fue un funeral con rango de Estado, aunque hay quienes no lo quieran ver así para justificar la huida —ésta sí fue una huida temporal— por sectarismo ideológico del ‘ausente’. Fue una misa de ‘réquiem’ por más de 45.000 personas —¡personas!— fallecidas a causa de la pandemia. «También los muertos alzan la voz para recordarnos que detrás de los números están las personas. O estaban» (C. Aganzo). El funeral tuvo, pues, la solemnidad propia de un acto de Estado y no se trató de una ceremonia privada por la sencilla razón de que no lo era.

‘La otra cosa’ —no puede llamarse de otra manera— a la que nos referimos en el título del artículo, es lo que el desgobierno de España organizó diez días después, el 16 de julio, en el patio de la Armería del Palacio Real de Madrid, con un formato que acentuaba su laicismo militante. Ni un sacerdote, ni una oración, ni un canto religioso, solo signos con los que borrar el sentido trascendente de la memoria de los muertos.

Gente instruida ha escrito que ‘la otra cosa’ fue un evento más bien propio de una logia masónica. «La cuidadísima escenografía no permitía engaños, pues cumplía estrictamente las reglas de hermandad iniciática: un cuadrado rodeado por un círculo dentro de otro cuadrado. El círculo estaba dividido en cuatro segmentos. El pebetero en un cuadrado dentro de otro cuadrado y con flores verdes en las puntas de su base. Cuatro en la presidencia, cuatro oradores y aparte de las europeas, cuatro organizaciones internacionales: la ONU, la Otan, la Organización Mundial de la Salud y la Organización Mundial del Turismo… Y como la escenografía era tan fría, a alguien se le ocurrió la cursilería de que todos los invitados depositaran una rosa blanca en el pebetero, lo que dio a aquello un movimiento que lograba el objetivo de que la celebración no se pareciese en nada a un funeral» (R. Pérez-Maura).

«Por fin hemos podido contemplar los españoles cómo es un funeral aconfesional… El círculo, que está asociado a la espiritualidad en muchas culturas, en este acto venía, sobre todo, a sustituir a la cruz, que en nuestra tradición es el símbolo máximo de esa doble dimensión horizontal (humana) y vertical (divina) con la que el cristianismo explica al hombre. Negado Dios, o, cuanto menos, apartado de la escena, ¿había en juego alguna trascendencia alternativa?» (V. Arranz).

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