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Como cuando vinimos de España

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ESTE curso escolar que ahora concluye consagra en el ámbito de la educación en nuestro país el cambio de ciclo, ligado por supuesto a un mismo derrotero político que afecta en general a todo lo social y lo público. Por lo que a la educación se refiere, desde que convinimos en convertirnos en un estado democrático a la usanza europea, una de las principales preocupaciones de la sociedad española durante el último cuarto de siglo anterior fue modernizar su sistema educativo -desde los cero años hasta la Universidad- a la vez que se perseguía universalizar esa educación como un derecho para todos. Con toda probabilidad, esos objetivos fueron relativamente alcanzados. Nadie puede negar los progresos, aún imperfectos, que supuso la legislación aprobada en los últimos veinte años, si bien es cierto que los ritmos históricos la han envejecido demasiado pronto, poniendo de manifiesto con mayor nitidez las insuficiencias de su aplicación y la falta de correspondencia en muchos casos entre la letra y la realidad. tampoco nadie podrá negar el progreso que se apoya en la extensión de la enseñanza obligatoria hasta los 16 años y la oferta casi generalizada en educación infantil, en el mayor acceso de jóvenes a los estudios universitarios y en el rescate de la Formación Profesional desde la catacumba en la que vivía abismada. Asimismo, no se puede negar que ciertos modos democráticos y participativos, ciertos principios de libertad y de igualdad, impregnaron también las formas de gobierno de los centros educativos, desde los claustros hasta los consejos escolares, desde la elección de directores o redactores hasta el fortalecimiento del espíritu asociativo entre estudiantes y padres y madres. En suma, hemos atravesado un período difícil de conquistas imprescindibles en el mundo de la enseñanza y lo hemos hecho, sobre todo, en el ámbito público, aquel que puede garantizar que los principios antes citados llegan a todos los ciudadanos y ciudadanas. Pero este curso que concluye nos vuelve a situar como cuando vinimos de España, es decir, en el residuo del pasado. Asistimos a la regresión en casi todo lo avanzado, azotados, más que por un aire de progreso, por un afán de revancha que nada o muy poco sabe de la ilustración (eso es lo más terrible). Las leyes educativas que el Partido Popular va imponiendo so pretexto de rejuvenecer el ordenamiento y atender a nuevos problemas que nos han ido asaltando, no son -nos tememos- ejemplo de un rumbo que avanza, sino directriz que hurga en el pretérito para reconquistar valores eternos, privilegios de casta y principios de un talante mucho más que conservador. No otro sentido puede atribuirse a las formas y a los contenidos que identifican a las nuevas leyes que el actual Gobierno va alumbrando, desde la LOU hasta la Ley de Calidad. Por encima de cuestiones de índole pedagógica u organizativa, la ausencia de diálogo y de acuerdo marcan el estilo; y la consagración de modelos jerárquicos, segregadores y elitistas, el fondo. Asusta un poco pensar que ese estilo y ese fondo, además de constituir una política, impregnan también el envoltorio social y que una gran parte de la sociedad española los asume como seña en los tiempos que corren. En tal caso, la enfermedad sería mucho más grave, puesto que no sólo estaríamos asistiendo a la culminación de un programa de gobierno, sino la consolidación de un país premoderno, insolidario y gris, esto es, justamente aquello de lo que escapábamos cuando salíamos de España. Las reformas educativas que se están poniendo en marcha, siempre en contra de la general contestación de la comunidad escolar, van a suponer un cambio casi copernicano del sistema. El denominador común de esa transformación no es otro que el objetivo de competencia en desigualdad muy propio de las ideologías neoliberales al uso, que se vanaglorian de reducir el sector público como virtud, sin expresar sin embargo el más mínimo sonrojo al potenciar todo género de subvención y favor al privado. Así lo hace la LOU con las universidades privadas frente a las públicas, y del mismo modo lo regula la Ley de Calidad con la enseñanza no universitaria. Podrán utilizarse argumentos sonoros como la endogamia o el fracaso escolar, pero ni una ni otro van a ser resueltos ni interesa al Gobierno que así suceda: cuanto mayor sea el descrédito de lo público, mayor será el beneficio de lo privado. Y aún más, para que esta máxima alcance el éxito que se pretende, también las nuevas leyes vienen a garantizar la hegemonía ideológica que las anima mediante el recorte de la participación democrática y la comisaría política de la Administración en los centros educativos, no vaya a ser que la libertad se enquiste en alguno de ellos y provoque una epidemia de derechos ahora cercenados. Mal asunto para una España de privilegios y de agua bendita. Así pues, poco queda ya para el curso próximo, momento en el que sería necesario reforzar las formas de oposición a la política educativa del Partido Popular y de su entorno empresarial y tridentino. CC. OO .ha propuesto ya un paro general en la enseñanza para el otoño que viene, hacia el que nos dirigimos con el aval de las protestas masivas puestas de manifiesto en el último tramo del curso actual. En ellas yen el deseable fin de la soberbia gubernamental reside el porvenir -argentinizado o no- de la educación española.

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