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Publicado por
León

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LA sorprendente severidad del Tribunal Supremo en el «caso Banesto», que ha doblado la pena que la Audiencia Nacional impuso al principal inculpado, Mario Conde, ha agravado las de los demás acusados y ha condenado a Lasarte y Hachuel, absueltos en primera instancia, produce sin duda un efecto oxigenante en unos tiempos en que la opinión pública, afectada por los grandes escándalos financieros norteamericanos, necesita garantías de que los delitos de guante blanco no quedarán impunes ni gozarán de benevolencia por parte de unos sistemas judiciales que tienen grandes dificultades para adentrarse en las frondas contables de las grandes empresas, a menudo inextricables para los no iniciados. El «caso Banesto» incluyó desde el primer momento innegables ingredientes políticos, que ahora, con cierta perspectiva, se ven sin interferencias y con mayor claridad. La irrupción de Mario Conde, un advenedizo brillante que consiguió una notable fortuna de la mano de Juan Abelló, en el panorama financiero, irritó a las familias bancarias de la época, que lo recibieron con hostilidad. Pero la suerte de Conde quedó definitivamente echada cuando, no satisfecho con haber alcanzado la presidencia y el control de uno de los grandes bancos, decidió prepararse ostensiblemente para desembarcar también en la arena política. Conde, demasiado soberbio, no sólo acarició la idea de competir con el PSOE, en el poder entonces, sino también con el Partido Popular, al que pretendió desplazar. Su hundimiento fue celebrado por todos porque suponía la desaparición de un peligroso competidor, que no había sabido calibrar sus propios límites y que se había emborrachado con los halagos que le habían sido prodigados, y sobre los que más vale correr hoy un piadoso velo. El propio Conde, cuando ya era tarde, entendió esta realidad, y así lo mostró en un libro amargo, «El sistema», con el que trató de convertirse en víctima de las estructuras de poder, confabuladas para derrotarlo. Tal análisis de la realidad ha perdido todas sus apoyaturas al publicarse las sucesivas sentencias de la Audiencia y del Supremo, en las que se describen y acreditan contundentemente, sin objeción posible, diversos delitos financieros. Estuviese o no suficientemente fundamentada la intervención de Banesto, existiese o no conspiración política contra Conde, todo este material especulativo carece de importancia ante el descubrimiento de unas conductas irregulares, penalmente sancionables, que demuestran una voracidad inexplicable, enfermiza, en quien ya había conseguido acumular un patrimonio personal exorbitante. Al ponderar esta última sentencia, de gran dureza, ni siquiera es verosímil que el Tribunal Supremo haya pretendido otorgar especial ejemplaridad a su determinación: es el Parlamento, al elaborar las leyes, el que actúa, si acaso, con esta propensión teleológica, pero no los jueces, que tienen que limitarse a aplicar los preceptos con rigor y ecuanimidad.