Encubridores

LA primera cualidad que debe tener un encubridor es la de ser un buen hipócrita, pero debe de ir seguida desde muy cerca de otra condición no menos valiosa: el cinismo. Encubrir es tapar una cosa para que no se vea, impedir que se descubra, favorecer su ocultación. Lo estaban haciendo muy bien el Forcem, pero no lo suficientemente bien, ya que se han destapado las irregularidades en los cursos de formación para trabajadores, subvencionados por la Unión Europea. La policía ha detectado miles de casos en los que esos cursos no se celebraron, con gran alivio de los alumnos y los profesores. La Fiscalía de la Audiencia Nacional sospecha que el fraude, del que algo tendrán que decir tanto la patronal como los sindicatos, podría elevarse a cien millones de euros. Tampoco está siendo fácil encubrir a los nueve presidentes de las empresas privatizadas. El portavoz del Gobierno, Mariano Rajoy, rechaza «por interés general» la comparecencia de los agraciados, tan insistentemente pedida por el PSOE. Hay que evitar por todos los medios que la verdad salga a relucir: los españoles no estamos acostumbrados a ella y podría deslumbrarnos. Hay que impedir por todos los medios que los votantes sepan algo de los pagos a los directivos, los negocios en América del Sur, las inversiones en medios de comunicación y los cambalaches en los consejos de administración. ¿Por qué vamos a meternos en lo que sí nos importa? Mejor es encubrirlo todo. Quedándose con los brazos cruzados no se puede tirar de la manta. Hay que aprender de las más sabias y antiguas instituciones. ¿No hemos visto cómo el Vaticano ha frenado la purga lanzada por los obispos de EEUU contra la pederastia? Los monseñores querían cortar de raíz cualquier abuso a menores por parte del clero. Estaban dispuestos a acabar con los investigadores de braguetas párvulas y proclamaron la «tolerancia cero» para los canorros. Les han dicho que no. Que es mejor hablar del libro de Jeremías y, mejor aún, no hablar de nada.