Diario de León
Publicado por
Manue Garrido, escritor
León

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En el periodo temporal que media entre 1960 y 1975 se completó en Cabrera la emigración más nutrida de que se tenga noticia en toda su larga historia. Es cierto que ya antes, todo a lo largo del siglo e incluso a finales de XIX, había estado presente la tendencia migratoria, mantenida a impulsos de un goteo que podría calificarse de uniformemente esporádico, pero esta fue la ocasión definitiva, porque apareció un nuevo destino, Europa, frente a América, y precisamente en el momento en que aquella más lo necesitaba tras la devastación sufrida en la segunda guerra mundial.

Tales inquietudes migratorias tienen un precedente remoto en la época de la conquista romana. Los romanos construyeron una gran red de canales que llevaban el agua necesaria hacia la explotación aurífera de las Médulas. La magnitud de la obra exigió un despliegue laboral de muchos años. Digamos al paso que en la década de los años 50 del pasado siglo muchos cabreireses salieron a trabajar en la construcción de los pantanos y presas que por entonces se llevó a cabo en la sierra de la Cabrera Baja y cercanías zamoranas y orensanas.

Más de dos mil años antes, ya habían seguido los cabreireses de entonces esta ruta del agua. Hay que desechar esa dichosa leyenda de los miles de esclavos ligada a las Médulas y afirmar por el contrario que los canales fueron construidos con obreros procedentes de la zona. ¿Y qué pasó cuando acabaron? Nuestros contemporáneos dejaron los pantanos y se fueron a trabajar en la reconstrucción de Europa destruida por la guerra. Mucho más cerca tuvieron su Europa nuestros antepasados: precisamente en las Médulas. Terminados los canales, comenzó la extracción del oro en el lugar. Fueron muchos los años de actividad laboral y humana, pues al empleo directo había que sumar los servicios necesarios para una tropa nutrida, desde la alimentación al vestido y las herramientas. Se puede conjeturar razonablemente que una parte al menos de los obreros e intendentes procederían de Cabrera y no hacían más que continuar, un poco más lejos de casa en algunos casos, lo que ya venían haciendo desde años atrás.

Pero no todo iban a ser idas, también habría venidas, aunque fuera imposible imaginarlo siquiera hasta hace muy poco todavía. Hacia finales del siglo XX, la tierra siempre productora de emigrantes se convirtió en receptora, cuando se descubrió otro oro, no tan brillante y además negro, como es la pizarra que incubaban las montañas. Así es como desde entonces un gran número de obreros se desplaza diariamente a trabajar a territorio cabreirés desde poblaciones y comarcas limítrofes.

Siempre me ha atraído imaginar cómo habrán sentido la lejanía de su tierra los cabreireses embarcados en la aventura de la separación, fuera temporal o sobre todo definitiva. Hasta entonces habían vivido al estilo tradicional campesino, que mantuvo su vigencia durante siglos y ahora ya ha dado paso a otro distinto, ajeno y alejado de la tierra nutricia, del terruño. Los emigrados a países europeos, fundamentalmente Bélgica, Alemania, Francia, tenían su mes reglamentario de vacaciones y volvían todos, precisamente en la época de más trabajo en los viejos campos familiares. Durante esos treinta días, los pueblos eran un verdadero hormigueo de gentes trabajando en la siega y recogida del heno y del centeno. Celebraban también esos paréntesis de exaltación y gozo que eran las fiestas religiosas tradicionales. Después se iban con gran pena.

A un hombre de La Baña le oí yo contar cómo el día de Viernes Santo los paisanos y algún amigo que vivían juntos en un lugar de Suiza habían hecho un viacrucis en una pradera, tal como lo hacían y cantaban en el pueblo. Y otro, llegado a la Argentina para visitar a familiares que habían marchado allá por los años 20 o un poco antes en el siglo pasado, pudo ver a una viejecita que seguía hablando como lo hacía en el pueblo y cultivaba un huerto con las mismas verduras: unos sesenta años después, toda una vida y un océano de por medio, desde que salió de Forna, que ese era el pueblo.

Pero es que la emigración dejó también su eco lejano y melancólico entre los que se quedaron. He aquí por ejemplo esta coplita que se decía en Trabazos: «Buenos Aires, Buenos Aires,/ buena tierra tien que ser;/ van las mozas de quince años,/ no se acuerdan de volver». La coplita no es por cierto un reproche, como pudiera parecer, solo expresa la añoranza de esas mozas, idas para nunca más volver.

Y es que no por casualidad bajo la palabra hombre está el latín humus, tierra. Porque si el hombre no es sin más un fruto de la tierra, como cualquier otro, al menos tampoco parece poder explicarse al margen del suelo donde brota y del terruño en que crece. Ahora bien, una vez que la cultura campesina ha dejado paso a otra distinta, posmoderna y precisamente alejada de la tierra, como antes decía, ¿cómo referirse a ese solar que ya no existe? La respuesta queda para los cabreireses futuros, que tal vez la oigan gimiendo en el viento de la canción de Dylan.

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