Diario de León
Publicado por
Manuel Garrido, escritor
León

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Trujillo es una pequeña ciudad en la costa caribe de Honduras, una más entre la veintena larga de poblaciones que replican en la América hispana el nombre del pueblo cacereño del que partió Francisco Pizarro. El capitán Juan de Medina, a raíz de la visita de Hernán Cortés y cumpliendo su encargo, la fundó en 1525, asentada en una elevación al acecho de la gran bahía que dibuja su curva de hoz dorada hasta perderse de vista a la derecha. Esa posición se basta para explicar la elección. Pero es que además veintitrés años antes de Medina, a principios de agosto de 1502, el mismo Colón había tocado aquí tierra continental por vez primera en su cuarto viaje. El desembarco fue exactamente en la punta de la bahía, lugar por él denominado Punta Caxinas. Se dice que el nombre del país proviene de las “honduras” de las aguas en la bahía comprobadas por el almirante, aunque otros lo relacionan con el mencionado viaje de Hernán Cortés.

La ciudad fue cobrando importancia a medida que su puerto se volvía más relevante «por ser escala de las naos que vienen de España», según dice un cronista, y pronto fue objeto de ataques y saqueos, puesto en la mira de piratas, corsarios y filibusteros.

Hacia finales de ese siglo XVI se construyó un fuerte, denominado Santa Bárbara, pero ni siquiera así defendida la ciudad pudo impedir los ataques continuados de piratas ingleses, franceses y holandeses. No lo logró tampoco el 6 de agosto de 1860. Ese día a las 4,30 de la mañana el más famoso de los filibusteros, William Walker, al frente de una horda de noventa mercenarios conquistó el fuerte y se apoderó de la ciudad, cabeza de puente para el desembarco camino de Nicaragua. El ejército hondureño lo persiguió por la selva hasta darle caza y devolverlo a Trujillo, enfermo y herido, donde fue juzgado, condenado y fusilado al amanecer del 12 de septiembre siguiente. La aventura duró apenas un mes, pero la memoria del aventurero permanece, sepultado en una tumba, convertida en romántica atracción turística de la ciudad.

En julio de 1896 el norteamericano William Sydney Porter llegó a la ciudad en un barco frutero procedente de Nueva Orleans, huyendo de una condena por malversación de fondos. Solo estuvo unos seis meses y volvió a su patria. No rompió sin embargo el hilo de su relación y en 1904 publicó un libro de relatos sobre su estancia en Trujillo con este curioso título: Repollos y reyes . Utilizó el pseudónimo O. Henry y disfrazó los nombres del país y la ciudad. En cuanto a Honduras, cambiada la dimensión, lo denominó Anchuria, mientras que para Trujillo inventó Coralio y la razón podría deberse a que la costa caribe en esta parte guarda espléndidos arrecifes de coral.

Ese país ficticio recibe el calificativo de banana republic , república bananera. Seguramente el autor pretendió tan solo señalar su dependencia de esta fruta: «Este almacén de frutas y verduras que llaman país», afirma sobre Anchuria, así como de Coralio dice que es una ciudad bananera. El caso es que la expresión, ahora sinónimo de país ingobernable, saltó del libro para hacer fortuna recorriendo el mundo, aplicada a cualquier país en las condiciones socio-políticas de Anchuria, pero en el colmo de la ironía refluyó sobre el país nativo de O. Henry. Así, en enero de 2021 el presidente electo de USA, ante los disturbios alentados por la negativa del saliente a reconocer su derrota electoral, calificó la situación como la propia de una banana republic . En cuanto al adjetivo se explica porque en esos años finales del XIX comenzó en estos países de Centroamérica la explotación a gran escala de las plantaciones de la dulce fruta, preferida de los norteamericanos. Las compañías fruteras norteamericanas dictaron sus condiciones a gobiernos y autoridades títeres, manejadas a base de sobornos. La novela de Vargas Llosa, Tiempos recios , en un primer capítulo deslumbrante expone la trama urdida por los norteamericanos para desestabilizar Guatemala en su provecho. La situación no fue muy diferente en Anchuria-Honduras, ejemplos ambas de una triste paradoja: su riqueza fue su condena.

Al menos en los tiempos de O. Henry los anglosajones conceptuaban a los latinos como raza de indolentes irresponsables. Uno de sus personajes no tiene empacho en calificar a Coralio-Trujillo de «ciudad de monos» y a su costa como «costa de los monos». La famosa controversia de 1550 entre Sepúlveda y Las Casas acerca de la humanidad de los indios se ha prolongado asombrosamente hasta 1904, aquí con la sustitución de los indios por los negros (los garífunas, habitantes de esta costa).

Pero esos mismos personajes terminan atrapados por el trópico, maniatados entre la fascinación y el rechazo ante esa tierra mezcla de infierno y paraíso. Le pasó a él mismo, rendido como tantos otros al embrujo de esta tierra «teñida de misterio y romanticismo», Trujillo en particular, «una perla incrustada en un engaste de esmeraldas». Aquel mundo dejó en él un recuerdo imborrable y sonriente. Así lo sugiere la expresión en que cuajó espléndidamente su primera visión al llegar: «Esa costa que se curva como los labios al sonreír». Los suyos, sin ir más lejos, recordando la ciudad con nostalgia y una sonrisa.

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