Diario de León
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El respeto hacia el pasado, el estímulo de la tradición y el incentivo a la cultura han alentado siempre el sentido del ideal colectivo, el mismo que dio luz al camino de la historia, idéntico al que despertó esas conciencias que fueron motor del cambio. Sin embargo hoy, cuando en aras del progreso sucumben emblemas arquitectónicos y se devoran escenarios naturales paradigmáticos que desvirtúan lo mejor de nuestra tierra, parecen ser valores denostados, reliquia de nostálgicos con pretensiones idílicas para el tiempo en que vivimos. Y el futuro, envuelto en brumas, se nos presenta imprevisible. Un estrépito de piedras centenarias sacudió hace unos días el discurrir tranquilo de la vida en el corazón de la ciudad, ese que de mañana despereza al vecindario y encandila al transeúnte. La lluvia perseverante, como siempre, se ensañó con lo más débil y, colándose por las fisuras de la maltrecha estructura del Palacio de Don Gutierre, terminó por derribar su parte interna. Este viejo caserón del siglo XV rebosa historia en cada esquina. Las modificaciones de las que fue objeto a lo largo de los siglos no le restan valor patrimonial como se ha dicho; muy al contrario, lo reafirman en su papel de edificio emblemático de la ciudad, para convertirse en uno de los símbolos de identidad de los leoneses y en elemento de referencia en la personalidad urbana del centro histórico. El Plan Especial de Ordenación Mejora y Protección de la Ciudad Antigua de León, el instrumento de intervención urbanística específico para el casco, llegó tarde, en 1993, y desde entonces, aunque se han acometido operaciones notables de embellecimiento urbano en sectores determinados con resultados generales muy meritorios (aunque estéticamente discutibles), no se ha podido frenar el deterioro de centenares de inmuebles ni librar del derribo a auténticas joyas de arquitectura popular. No hacen falta estudios exhaustivos auspiciados por la élite académica para demostrar el estado lamentable de ruina y de abandono en que se encuentran muchos de sus edificios. Basta darse un paseo por el casco, con mirada atenta y comprometida, para comprobarlo por uno mismo. Sobre algunas casas-palacio, pesa tanto el paso del tiempo como la ineficacia de la política urbana, y amenazan desmoronarse. Pongamos como ejemplo significativo el Palacio de los Condes de Luna, cuyo destino previsible, si no se reacciona con rapidez, será el de escombrera de mármol verde. Lo mismo pasa con las muestras de arquitectura popular, esas que detrás de su simplicidad constructiva esconden multiplicidad de contenidos y de significados, vestigios de los verdaderos protagonistas de la vida en la ciudad -las clases populares-, y a los que la avidez de beneficio somete a estados de degradación tales que exigen ser demolidos y sustituidos por otras tipologías de muy dudoso gusto, de formas y colores esperpénticos que rozan lo hortera. Con sucesos como éste del Palacio de Don Gutierre el clima político adquiere temperaturas de incandescencia; quema. Entretanto, la mayor parte de la ciudadanía permanece inerte, ensimismada; los menos, los de siempre, aullando a la luna, incomprendidos. Si la participación que se reduce a depositar el voto en la urna cada cuatro años es juego de artificio -y lo es-, el esquema bipartidista en que se basa el panorama político actual es un engaño de democracia, pura milonga. Y como el tiempo y el silencio son ingredientes esenciales para el olvido, de aquí a pocas semanas este accidente, como casi siempre ha pasado, en el mejor de los casos se habrá reducido a anécdota. A la vista está que, nuestra generación, desacreditada injustamente con acusaciones «de botellón y de indecencia», sucede a otra que yace adormecida, anestesiada quizás, sobrada de conformismo. Su pundonor se ha ido agotando en suaves dosis. Qué se le va a hacer, corren tiempos de complacencia. Pero no podemos olvidarnos de que en un futuro, nuestros sucesores no buscarán responsabilidades en los políticos locales, de los que posiblemente nadie logre acordarse, sino en nosotros, y tendremos entonces que dar explicaciones y rendir cuentas. De hecho ya está pasando cuando hoy, los más jóvenes, tenemos que apelar a la memoria histórica de nuestros mayores y hacer francos ejercicios de imaginación para hacernos una idea de lo que era León y su provincia hace poco más de veinte años: patrimonio sistemáticamente destrozado e identidades perdidas que homogeinizan paisajes y comportamientos. Decía el genial Charles Dickens que basta una causa muy pequeña para trastornar la delicada organización de la inteligencia. Ojalá un simple hecho fuera suficiente para que la sociedad saliera de su estado de letargia permanente y diera al traste con estatus de poder establecidos al margen del interés colectivo. Es preciso que el grito de León y los leoneses se haga oír más alto que los desplomes repetidos de muros sobre el asfalto reivindicando lo que nos corresponde: nuestro derecho al pasado. No existen límites a la hora de idear canales de expresión ciudadana, de transmitir inquietudes, siempre desde la cultura, con decisión y austeridad, igual que siempre ocurrió en la historia, con algaradas... del populacho.

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