Diario de León
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León

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CHATEANDO por Internet no se busca tanto la superación de la soledad y del aislamiento como un género de relaciones basada precisamente en la soledad y el aislamiento. Blindado por el incógnito de la pantalla, uno da y dice de sí aquello que, conviniéndole, refuerza su dominio sobre el interlocutor, un interlocutor que, por su parte, ni siquiera habla, sino que nos miente por signos tecleados en su ordenador. Chateando uno se pone en trance de nada y no activa su capacidad sensorial para comunicarse ni, en justa correspondencia, permite que nadie la active con uno para conocerle y tratarle según cual es. Diríase que el que recolecta amistades, liga o se enamora por Internet, no puede, o no quiere, ni amistades, ni ligue, ni amor. Corrientemente esa falsa e imposible búsqueda de contacto humano por la Red, se resuelve, sin más, con unos euros que pasan del bolsillo del usuario a los de la empresa servidora de Internet con dolores de espalda y con un poco menos de salud visual, pero ocurre también que, a veces, el chateador se cree su propia impostura y pretende trasladar el condominio virtual de alguna relación obtenida en la pantalla al proceloso, rico y desordenado mundo real. En estos casos, la aventura suele acabar rápidamente en decepción pero, algunas veces, aunque sea sólo algunas, la tragedia, el destino infausto, tampoco distingue la realidad de la ficción y el chateo concluye de manera harto luctuosa. Es el caso de la joven onubense María José Vázquez Zamorano, que se enamoró virtualmente, chateando, del tipo que la mató hace unos días. María José llegó hasta el punto de dejar a su marido para irse a vivir con su matador porque, habiéndolo conocido y tratado en Internet, amándole en Internet, no pudo discernir su mirada criminal ni el tacto febril de la locura en las manos reales que la han estrangulado, transportándola de súbito al término mismo de la realidad. Descanse en paz.

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