Diario de León
Publicado por
Eugenio González Núñez, escritor
León

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Yel griterío que se formaba en el atrio, levantaba la cólera del confesor que, estola en ristre, pretendía serenarnos de la prisa por desatar y abrir el morral que, cargado de pecados, llevábamos cada pajarillo inocente de los años sesenta. Ya antes de la aurora, fueron los mineros, y por la anochecida, dijo mi madre, iremos las mujeres. ¿Y los curas no se confiesan? Pregunté yo. Y mi madre guardó silencio.

Si la rutina no hubiera estado ligada al sacramento de la penitencia, y hubiera sido una verdadera catarsis, avalada por valores humanos, evangélicos, y orientada por la humildad y el amor, los confesionarios no hubieran sido arrojados al olvido, y muchos seudo sicólogos estarían hoy sin trabajo. Pero, siglos de meticulosos exámenes, vergonzosas y complacientes preguntas sobre el sexto, absoluto olvido de otros mandamientos, uso de sistemas trasnochados en el arte de confesar, han dado al traste con algo que pudo haber sido mental y religiosamente, muy higiénico y liberador para todos.

El propio clero —alto y bajo—, que, viendo la paja en el ojo ajeno, se olvidó de ver la viga en el suyo, cargó a los demás con terribles fardos, eximiéndose de desembuchar, juzgar y corregir con honestidad y firmeza, los terribles abusos que hoy están saliendo a la luz del día. ¿Nunca los tales se confesaron? ¿Nunca se les impuso penitencia?, porque sin penitencia y arrepentimiento no hay perdón.

¿Ningún alto jerarca de nuestra Iglesia tiene ninguna culpa por todo el terrible y vergonzoso embrollo que hoy es chanza de enemigos y comidilla de amigos de la santa iglesia católica? Es cierto que hay una práctica y confesada desgana de los fieles por acercarse al sacramento de la confesión. Pero, ¿es menor la apatía y la desgana que hay en el clero?

Tras privilegios y capisayos, se ha ocultado el poder de la Iglesia, que resulta difícil discernir entre el trigo y la cizaña, pero casi todos sabemos dónde está la cizaña, aunque nos falte valor para apartarla del trigo. La cizaña es mañosa, poderosa, captadora de voluntades, repartidora solapada de prebendas y canonjías.

Es halagadora, cínica, prepotente, pero lo peor de todo es que, convierte el pan en auténtico veneno para la salud del clero humilde y del pueblo creyente. ¡Cuesta tanto apartarse de la cizaña, sobre todo, porque tiene la mala costumbre de disfrazarse de trigo limpio!

¿Quién ha tenido tanto poder en el mundo como para perdonarlo todo?, ¿para obligar a Dios a bajar sobre un altar?, ¿para declarar que el amor de un hombre y una mujer es eterno?, ¿para enviar a la gloria al mayor de los pecadores? ¡Solo la Iglesia!

La Iglesia que, en las últimas dos centurias, lentamente, a los ojos incrédulos, o al menos dubitativos, de millones de creyentes, parece, haberlo perdido todo.

Después de estas reflexiones, no quiero desaprovechar la oportunidad para sacar a colación un tema que, en nada es ajeno a mis pensamientos anteriores. Cuando uno piensa en los atracos hechos por la Desamortización y los expolios sufridos más tarde por gente muy cercana a la Iglesia católica, que usó como tapadera y tal vez beneficiaria a la propia jerarquía eclesiástica, uno no puede por menos de pensar que siempre han sido los altos y poderosos los artífices de usurpar a las mejores instituciones, su mayor tesoro: la dignidad y con ella la confianza y la credibilidad. La desamortización amagó con ayudar a los pobres con la riqueza de los conventos, pero a la larga, quienes se beneficiaron de todo fueron los poderosos: los laicos ricos, y las propias jerarquías diocesanas que, a dedo, por simpatías, a precios de saldo, repartieron, a sus favoritos, conventos, campanarios y campanas, retablos y coros, vasos sagrados e instrumentos de culto y, en la quiniela de favoritos, casi siempre les tocó la tajada a las iglesias más ricas de las diócesis.

¿Por qué las campanas de la Peña fueron a parar a manos del Ayuntamiento (la campana del Reloj) y otras dos están en la iglesia de San Andrés, en Ponferrada? ¿Por qué el coro del convento de la Peña, está, lleno de polvo, que no de olvido, en el camarín de la Virgen de la Encina, detrás del altar mayor? De acuerdo estoy en que, los retablos de la Peña se hallen en la iglesia de San Román de Bembibre, porque en aquel momento, tras un incendio, los necesitaba. Tampoco voy a pedir que se bajen las campanas del lugar donde se hallan, pero sí voy a rogar para que el coro de nogal con doce asientos y el escudo de los frailes de la Peña, con imágenes de San Agustín y Santa Mónica, sea devuelto al lugar donde estuvo antes de la Desamortización: el convento de la Peña, de Congosto. Mi demanda, a modo de súplica, se eleva hoy al párroco de la Virgen de la Encina…

…Y fue en aquella noche mágica que, en acabando la ronda de bodegas, el buen hombre, con la boina en la mano y un tanto airado a lo divino, se vino hacia mí y me increpó, «y usté que es bien amigo del cura de la Encina, dígale de mi parte que, ese coro de nogal que tien’ escondido, no es suyo, que es bien nuestro, y que bien sabe él que hay que devolver lo ajeno, y que bien sabe también dónde anida la Paloma de la Peña, dueña y señora del dicho coro». El hombre, me miró de hito en hito, y volvió a la carga, «y non se ría, non, que lo que le digo ye la pura verdá». ¡Por ti habla el vino, Jesús!, alguien en broma le dijo. «In vino veritas», pensé yo. «¡No hay vino que valga!, insistió él, que ese coro é nueso, y muy nueso, y ahora lo que toca es devolverlo, que solo fue puesto donde hoy está bajo custodia». Y el sonoro parlante, como en las Bodas de Caná, proclamó, prolongando la alegría y la fiesta:

«La morenica de la Encina prometió a la de la Peña: muy pronto te devolveré el coro confiado en prenda». —«¡En deuda!», elevó, sobre un gentío, ya sobrado de vino, la voz Jesús.

La cuaresma nos invita cortésmente a todos cuantos queramos reconciliarnos con nosotros mismos, con nuestros hermanos —también hijos de Dios—, a un examen de conciencia sincero, a un arrepentimiento humilde, por costoso que sea y, posiblemente a una penitencia que, simplemente, no consiste en rezar avemarías, sino en darnos una nueva oportunidad para buscar el camino que, en siglos pasados otros torcieron, y que hoy nuestra propia conciencia nos exige buscar, porque el más grande poder del ser humano está en su propia conciencia, avalada por Dios.

¡Don Antolín, hermano!, espero de usted que ponga todos los medios a su alcance de hábil mediador y ecuánime justiciero, para que no se retrase más la devolución al Santuario de la Peña de Congosto, del coro que en estos momentos se halla en la Basílica de la Encina de Ponferrada.

Ya ahora y, en nombre de Jesús, le doy las más sinceras gracias.

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