Diario de León
Publicado por
Pedro Víctor Fernández, docente
León

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La Lomloe. Una nueva ley educativa. Otra más. Con los mismos defectos de las siete anteriores: elaborada sin consensos, plagada de connotaciones ideológicas, sin tener en cuenta al profesorado, hecha de arriba abajo. Dice Arturo Pérez-Reverte —autor de cabecera— que si alguna vez hay un juicio de Nuremberg sobre la educación en España, van a faltar sogas.

A lo mejor un día prohíben la literatura por «castellana» o eliminan del temario a Carlos III por centralista. De momento ya van desbrozando el camino: oferta de optativas pachangueras para agradar, esconder la historia trágica de este país para no herir a las periferias que practican el centrifuguismo, hacer selectividades que no seleccionan nada para así llenar las aulas de universidades provincianas, despreciar la memoria y el concepto de aprehender… ¿Cómo se pueden sacar conclusiones de un tema que no conoces hasta el minuto en el que lo descargas de internet, sin ningún criterio de selección? Eso es lo que harán nuestros alumnos Lomloe. Jóvenes que en su mayoría no leen ni saben expresarse con corrección, lo que les aleja de la reflexión crítica.

Lo mío ha sido enseñar historia, arte y geografía. Los sesudos de mi facultad decían que había dos tipos de historiadores: los que saben historia y los que la enseñan. Yo, por vocación, pertenezco a la segunda. Los primeros me parecen un poco pedantes, la verdad. Enseño para abrir los ojos a quien quiere abrirlos, mostrar errores del pasado, comportamientos globales, causas y conclusiones, consecuencias y datos útiles para pensar y comparar.

Sin esto, la Historia es un erial, un pozo negro que solo acumula el polvo del camino. Pero no debemos perder la perspectiva de cómo enseñamos. Desde hace más de tres décadas he visto aligerar los contenidos y desnaturalizar el sentido de la Historia. A los valientes que han escrito con su sangre la historia social de este país se les sustituye por héroes de cartón subvencionados por un nuevo calvinismo ético-feminista que todo lo puede y tergiversa, altar sagrado en el que se sacrifica la dureza de nuestro pasado para clasificar los hechos en categorías suaves y endebles, a fin de que no se hiera la sensibilidad de los, ya de por sí, sobreprotegidos e inmaduros adolescentes, que si antes eran pocos, ahora son legión. Siempre hubo alumnos desmotivados, simplones y vagos; ahora aplastan por goleada.

Con este percal, ¿quién diseña las estrategias educativas? ¿Qué lumbrera quiere que se estudie la historia a base de elementos transversales y enunciados socio-éticos cuando no se conoce previamente la diacronía de nuestro pasado? ¿Quién ha decidido cambiar contenidos —hechos, procesos, antecedentes, consecuencias— por unas tendencias socio-afectivas? ¿Quiénes pretenden inocular esa laxitud en el estudio y el tratamiento de la información? Los mismos que están empeñados en fomentar la felicidad (?) del alumnado. Esa falsa felicidad evita hablar de imperios, monarquías, dictaduras, revoluciones, rehuye resolver quebrados e integrales, elude el estudio de la moral kantiana y lo sustituye por experiencias afectivadas y emocionales, tendencia de moda entre los pedagogos ideologizados.

Esta ley es un paso más para instalar en la mente de nuestros jóvenes la resiliencia del vacío, acoplarlos a una realidad maquillada y virtual, entrar en actitudes de confort frente a los retos económicos, matemáticos, éticos, geopolíticos que tiene esta sociedad líquida, desdibujada de futuro.

Nuestros alumnos/as podrán pasar de curso con varios suspensos, sustituir la nota numérica por expresiones eufemísticas e informes llenos de un lenguaje intencionado y ambiguo. En esos informes no se dirá mucho sobre carencias relacionadas con el trabajo y el rendimiento, porque la educación está al servicio de un sistema que mete el caramelo en la boca de las familias, sin anunciar antes los peligros de caries y el exceso de glucosa. En fin, adormecer para formar mediocres manipulables y así, de paso, mejorar la estadística de suspensos.

Conozco decenas de profesores/as que combinan tiza, ordenador y coraje, muy capaces de hacer una ley mejor que la que tenemos que acatar porque ha salido en el BOE. Que nadie se equivoque: para legislar en educación hay que saber lo que pasa en el aula. Esa es la única realidad que cuenta.

Dejarse la piel cada día con jóvenes sobreprotegidos, rellenar resignadamente papeles y más papeles que justifican la presencia de burócratas y pedagogos de medio pelo, atajar problemas de disciplina, soportar alumnos vagos y maleantes, pertrechados con una verborrea aprendida en la que existen muchos derechos y ningún deber, animar, entusiasmar, ayudar, aconsejar, nadar en medio de la apatía… Todo lo demás es humo, medias verdades, torpedos mentales trufados de ideologías partidistas para la mayor gloria de los que practican la meritocracia de los despachos.

Los legisladores de educación que no pisan el aula elaboran leyes con criterios errados, suprimen el fracaso escolar suavizando criterios de evaluación y confeccionan con contenidos vacuos los libros de texto. Nos llenamos de títulos académicos que no garantizan nada.

¿Qué tenemos delante? A falta de espacio, se puede contestar en una línea: Otra ley educativa; una más. Otro paso hacia el precipicio.

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