Diario de León

Ecos fúnebres del pasado. Destruir para pervivir

Publicado por
José Luis Alonso Ponga
León

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El hombre aspira vivir en un más allá porque no se resiste a que todo acabe en el más acá. Las ansias de inmortalidad han dado origen, entre otras cosas, a las diversas religiones. Todas tienen como misión, desde una perspectiva unamuniana, explicar la inconsistencia de haber nacido para morir y cada una de ellas, desde las denominadas primitivas hasta las más racionales, se han esforzado por dar una explicación a esta incoherencia vital. En el cristianismo la esperanza en la resurrección de los muertos es un consuelo para los vivos, y para los muertos cuando estaban en esta vida.

Sin embargo, los creyentes ricos y poderosos han invertido una parte de sus bienes en alargar la vida terrena en monumentos que reclaman la atención de los ciudadanos de generación en generación. Los mismos que predicaban el memento mori ,«acuérdate de que has de morir», los mismos que han elaborado discursos ardientes sobre la «vanitas», que «todo es vanidad de vanidades», que «el paso del hombre sobre la tierra es como el polvo que se lleva el viento» y que «conviene acumular buenas obras para la eternidad», esos mismos, no se han privado de erigir ostentosos memoriales en los que pervivir.

La igualdad ante la muerte es uno de esos falsos axiomas, sobre las que hemos construido parte de nuestra cultura. Si por igualdad ante la muerte entendemos que todo el mundo muere, sí, pero que la muerte iguala a todos, eso está por ver. El rico muere como rico y manifiesta su poderío allende la Parca, y «el que no tiene dónde caerse muerto», pues eso, lo recogen y sepultan donde quede más a mano. Las cofradías, a lo largo de la historia, intentaron equilibrar la diferencia de trato post mortem , asegurando a todos, incluso a los malhechores y pobres de solemnidad, un entierro medianamente digno y un mínimo de sufragios. Para los romanos, la «damnatio memoriae», la condena a la pérdida de la memoria social fue uno de los castigos más abominables.

Las huellas dejadas por los ritos mortuorios mediante los cuales se ha pretendido vencer a la muerte, sirven a los arqueólogos e historiadores para conocer las culturas ágrafas, y aspectos importantes de las que tienen escritura. El antropólogo, además, mediante un análisis atento de las manifestaciones mortuorias capta la realidad, no sólo los discursos oficiales, en la que se desarrollan los ritos.

El hombre a lo largo de la historia ha procurado dejar sus reliquias lo más cerca posible de los suyos. Tiene más garantía de ser recordado y llorado como se merece. La Iglesia, hasta el s. XII, aconsejaba enterrar a los finados en el lugar donde pagaban los diezmos. Más adelante, dio a los fieles el derecho a elegir su locus sepulturae . Y lo ratificó en el concilio de Letrán de 1256. Los poderosos aprovecharon esta permisividad para asegurarse un enterramiento a su medida. Se desarrolló la costumbre de repartir los despojos entre varios lugares. De esta manera cumplían con las ciudades, villas, iglesias y monasterios de su predilección, pero también multiplicaban su presencia post mortem y se aprovechaban de las exequias, responsos y oraciones que aumentaban en función del número de lugares de reposo eterno. Lo más común era dejar el cuerpo en un sitio, las vísceras en otro y el corazón en un tercero.

La necesidad del traslado corporal obligó a desarrollar y perfeccionar técnicas para su conservación. Los musulmanes que consideraban la manipulación del cadáver como una profanación, aplicaban la técnica de vaciar los intestinos y partes blandas mediante supositorios con sustancias que deshacían las vísceras para evacuar más fácilmente los residuos. A continuación, rellenaban el interior con sustancias incorruptibles y olorosas, que ayudaban el proceso de embalsamamiento. Para evitar la salida de gases procedentes de la corrupción del cerebro, tapaban la nariz y los oídos con mercurio. El proceso está descrito detalladamente en los tratados médicos del sabio y erudito persa Al Razi (s. IX-X).

Los cristianos optaron por eviscerar completamente al difunto. Extraían el cerebro serrando el cráneo y las vísceras y el corazón con incisiones en tórax y abdomen, según las normas quirúrgicas del momento. Las vísceras se depositaban en recipientes con esencias aromáticas, resinas y productos absorbentes. El corazón se colocaba en lugares accesibles a fieles y devotos. El cuerpo, una vez despojado de las partes blandas, se rellenaba con sustancias conservantes y aromáticas, y se envolvía en telas enceradas para evitar la salida de malos olores. La momia se colocaba en un ataúd de madera resinosa, porque la resina era la base de las sustancias empleadas en el embalsamamiento, y se rellenaba con plantas aromáticas. Andando el tiempo, los predicadores hablarían del «olor de santidad» que desprendían algunos sepulcros en los que descansaban los santos. Posteriormente, se demostró que la momificación y el olor de santidad no eran señal de vidas ejemplares, sino de la capacidad económica del difunto o sus deudos.

El problema se acrecentó cuando la persona, generalmente los reyes, aunque también lo practicaron algunos nobles y prelados, moría lejos del lugar elegido para la sepultura. Debían cumplirse las últimas voluntades, pero ¿cómo trasladarlo? El método más eficaz era descarnar el cuerpo hasta dejarlo en los huesos. No es frase hecha. Para ello se hervía el cadáver en agua con sal a la que a veces se añadía vino.

El caso más memorable, que nos permite hacernos idea de esta práctica es el de Luis IX, San Luis, rey de Francia. Murió en Túnez por la peste que estalló con inusitada virulencia durante el sitio que puso a la ciudad. Trasladaron su cadáver a Trápani (Sicilia), donde le sometieron al rito aludido. Sacaron las vísceras y el corazón que reclamó su hermano Carlos de Anjou, el rey de Sicilia, y que entregó como reliquias a la catedral de Monreale, donde aún se conserva el corazón para orgullo de los monrealesi, quienes afirman tener la única reliquia auténtica del santo rey, ya que los huesos que recalaron en Francia, desaparecieron en la Revolución Francesa. San Luis había escrito en su testamento que sus restos fuesen sepultados en Saint Denis, en París, panteón real de su dinastía. Los testigos presenciales describieron con todo detalle el proceso por el que: «Los sirvientes de cámara del rey... junto con otros criados y los especialistas, tomaron el cuerpo del rey y lo cortaron miembro por miembro y lo cocieron durante bastante tiempo en agua y vino, hasta que los huesos se volvieron blancos y fue fácil separarlos de la carne», para poderlos transportar mejor.

La tradición, muy en boga entre la monarquía francesa, no era originaria de la Galia. Entró desde Inglaterra, y al parecer tuvo su origen en Alemania. De hecho, en los primeros tratados se habla de ella como «mos teutonum» (costumbre de los teutones). Sabemos que en el s. X el arzobispo de Hildesheim, muerto en Roma estando de visita, fue devuelto a su país en dos arcas a lomos de sendos caballos. Las arcas solo contenían la osamenta, fruto de la reducción del cadáver sometido a cocción.

Podemos pensar hoy que esto era una salvajada y en ello coincidimos con la opinión del Papa Bonifacio VIII, quien la prohibió en el año 1300. Calificó la costumbre como cruel y fruto de una especie de piedad impía, clamando contra los que «destripan brutalmente el cuerpo del difunto y, descuartizándolo o cortándolo en pedazos, lo exponen, sumergido en agua, para que sean digeridos por el fuego». Los practicantes de tales ritos quedaban excomulgados. También se prohibía separar las vísceras y el corazón en enterramientos separados. El Papa proponía, como alternativa, sepultar al difunto en un lugar cristiano cercano y, pasado el tiempo necesario, trasladar sus despojos al lugar correspondiente.

La bula papal produjo su efecto, pero los reyes franceses siguieron con la misma costumbre, y, para no caer en penas de excomunión, consiguieron una excepción para ellos y sus descendientes. Como diríamos en la Tierra de Campos «siempre hay bulas para difuntos que las disfrutan los vivos». Por eso la monarquía francesa conservó la tradición hasta que se extinguió el trono.

La manipulación de los cadáveres pasó también al pueblo donde se mantuvo durante más tiempo. En el sínodo de Mesina (Sicilia) de 1588, se vuelve a prohibir cocer los cadáveres. Sin embargo, la evisceración, imprescindible para la momificación, se mantuvo durante siglos, entre papas, reyes y nobles. En la iglesia de la Fontana de Trevi en Roma aún se conservan unos cuantos nichos conteniendo las vísceras de varios papas. Son los «precordia pontificum», enterrados allí con todos los honores cuando el cadáver pontificio se embalsamaba para exponerlo a la veneración de los fieles. Se prohibió a finales del s. XIX.

El entierro por separado del corazón de personas ilustres ha llegado hasta hoy, aunque de forma residual y excepcional. En muchas iglesias se honran o veneran corazones de santos, reyes y personas muy influyentes. Los motivos son varios, la historia de cada uno de ellos, apasionante. Pero esto merece un estudio aparte que se abordará en otra ocasión.

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