Diario de León
Publicado por
Álvaro Navarro Sotillos
León

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Madrid se despierta ponzoñosa cuando llueve. No es una ciudad acostumbrada a este fenómeno meteorológico. Y más si ocurre a lo largo de varios días. Las calles se encharcan, emergen surcos en el pavimento y los neones de los coches despuntan, imponiendo su dominio ante la monocromía de los edificios.

Las gentes —los madrileños, originarios y adoptivos— desenfundan sus paraguas, de cientos de colores, delimitando su espacio vital y distinguiendo hasta dónde alcanzan ellos, su ego y su yo, y el resto del mundo, que no es poco.

Madrid se convierte en una ciudad anárquica cuando comienza la lluvia: hay más tráfico, más obras, menos personas, pero más ocupación en las aceras a causa de los paraguas. Hay mucho rostro bajo, mirada abstraída y más prisas. Es como si llegásemos tarde a todo. Impera, también, un efluvio de desasosiego. El cisne negro aguarda en cada uno de nosotros, es decir, el alma baudelariana, como diría Umbral.

Con el canto de la lluvia, las calles madrileñas pierden su alegría y su bullicio, tornándose en sombrosas, mudas y desiertas, sostuvo Marciano Zurita.

Esta ciudad no embellece con la lluvia, como sí sucede en Burdeos, Londres o en Santiago de Compostela, urbes donde predomina la piedra en su arquitectura y sus ciudadanos están más habituados; o, si no lo están, aparentan como si no les afectase, al menos. También ocurre con Nueva York en el tramo del Museum Mille, pegado a Central Park, que cuando llueve adquiere una tonalidad más pardusca que de costumbre, asemejándose a una ciudad noreuropea.

La lluvia es, pues, néctar de la vida y alivio de nuestros pecados. Descarga la atmósfera y deshoja a los árboles en invierno, terminando así con la labor otoñal; advirtiendo que no somos para siempre.

En Madrid mal parece que preferimos teñir el cielo con un óleo azulado bien claro, algo monótono, aromado, que nos trae paz y tranquilidad. Adherido con un calor perentorio. Toda marcha como debe marchar, nos decimos los madrileños cuando nos despertamos sin nubes a la vista.

Además de anarquía, existe en la capital española esa necesidad por el refugio, por resguardarnos del agua.

No resulta vital para quienes portamos paraguas, claro, pero aquellos que no —hay más de los que uno se puede imaginar— corren hacia los soportales, los puestos de churros o hacia las paradas de autobús. Existe una obsesión cosmopolita por no mojarse. En Países Bajos, sin embargo, es normal ver a la gente circular en bicicleta, o andando, sin necesidad de agarrar un paraguas. Se enfundan un chubasquero o cortavientos ¡y para adelante! La parte de abajo poco importa.

La lluvia no resulta un tabú para ellos.

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