Diario de León

Democracia: ¿una forma más de manipulación para aprovecharse del rebaño?

León

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Partiendo de que el ser humano es un ser social, grupal, organizado con normas de convivencia de obligado cumplimiento en aras del bien común, las diferentes formas ideadas para que ese sistema sea eficaz han seguido la propia evolución de la raza humana teniendo en cuenta el concepto de civilización o de cultura evolucionada.

El choque y la fricción entre la «normativa» de la natura primitiva y la «normativa» cultural de la evolución no han dejado de crear tensiones, desencuentros y problemas de todo tipo y condición como es de sobra conocido. Existe un momento en la historia del hombre (la aparición del denominado «homo sapiens sapiens») en el que se da un paso cualitativo: aparecen o, mejor dicho, se expanden la inteligencia, el pensamiento abstracto, la capacidad de simbolización, la conciencia real del futuro (la muerte), y otras capacidades mentales superiores, etc. que marcan un antes y un después en el devenir de la especie humana.

Así como en la cultura sí ha habido cambios cualitativos, en la natura original propiamente dicha no han existido tales cambios: el genotipo (constitución genética) es el mismo. Las variables fenotípicas son secundarias en ese sentido.

El choque entre natura y cultura era de esperar. O si se prefiere, el choque entre civilización primaria (apegada sustancialmente a la natura) y civilización «progresista», o más bien progresiva, que pone el énfasis en la cultura «desarrollada».

Este preámbulo sirve para plantear un tema de candente actualidad, ¿Qué pasa, qué valor actual tiene, realmente, el sistema democrático? Todos los sistemas «políticos» tienen como objetivo fundamental la posesión del poder, es decir la capacidad de acceder a unos bienes materiales y de mando, de subordinación, de jerarquía, etc. En la naturaleza lo observamos de forma evidente: el más fuerte predomina y «manda» sobre los demás. Y los demás acatan y obedecen. Al parecer existe un equilibrio más o menos armonioso, necesario para el bienestar y el progreso de la manada.

En el hombre, con natura animal, esas tendencias innatas tienden, inexorablemente, a buscar su objetivo y satisfacción. Lo que ha ocurrido es que, a diferencia de nuestros hermanos primates (y otros homínidos desaparecidos del mapa), la inteligencia «evolucionada» del hombre ha seguido otros derroteros. Las organizaciones humanas tendentes a «tener el poder» han creado estructuras más amplias y compartidas, pero con el mismo objetivo. Así, desde el jefe de la tribu, los caudillos, los monarcas y su nobleza, dictadores o autócratas, etc. hasta llegar a un sistema definido como expresión del poder del pueblo, la democracia. Ese concepto más o menos abstracto no tiene correlación alguna con la organización del poder en los animales parientes del hombre. Es decir, se ha dado un salto cualitativo, consecuencia de la introducción de parámetros culturales tales como libertad, respeto, dignidad, igualdad, ética, justicia, etc. que son contemplados como valores indiscutibles que deberían ser preservados a toda costa en el propio sistema del poder «democrático». Todo parece muy lógico, muy desarrollado, muy justo, etc. Entonces ¿qué es lo que falla? ¿de qué formas el sistema está amenazado? ¿qué es lo que no ha previsto el propio sistema para defenderse y perdurar?

En el libro titulado Cómo mueren las democracias de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, se insiste, en un estudio riguroso y pormenorizado, sobre cómo ocurre el proceso. Yo, al hilo de lo ya expuesto, me planteo no tanto el cómo mueren las democracias, sino el porqué de tal devenir. Haciendo un símil médico, una cosa es el estudio de la fisiopatología de los procesos y otra la etiología de los mismos. Es a este último concepto al que me refiero al tratar de explicar el origen, el elemento nocivo que dejado a su aire o, peor aún, azuzado por la perversión de la cultura conduce a la enfermedad y a la posible muerte del sujeto (en el caso que nos ocupa, la democracia). Como es de sobra conocido, todo el meollo del asunto político consiste en el ¡poder! que, al parecer, es prioritario (¿por la fuerza instintiva de la natura?) sobre los valores de la civilización mencionados más arriba. Es decir, el ¡poder! representa y facilita la capacidad de maniobra, de acción, de manipulación, de sumisión, e incluso de eliminación (en casos extremos) de quienes no estén de acuerdo con quien o quienes detentan dicho poder.

El ser político «civilizado», tanto individual como grupalmente (partido político) se enfrenta ante un dilema crucial: ¿qué hago con mi tendencia natural a dominar, a satisfacer mis deseos y «necesidades» y a la vez dirigir con justicia al rebaño que me ha elegido para tal cometido? Es posible que la respuesta sea que, dado que el rebaño, de «natura» tiende a ser dominado y dirigido, delega y consiente de buen grado tal destino, lo cual le permite aprovecharse y hacer lo que le venga en gana. Es cierto que, en una democracia consolidada, el ¡poder! está distribuido, fragmentado, compartido; es por eso que se habla de los distintos poderes del estado. Pero en la estructura interna de la natura del homo sapiens no caben demasiados compartimentos del poder, más bien al contrario, de tal suerte que podríamos diferenciar los poderes «secundarios» del «auténtico y primordial poder», o al menos al que se pretende llegar. En el momento actual, en España, estamos asistiendo a un proceso que se parece mucho al descrito por los autores citados:

«La abdicación de la responsabilidad política por parte de los líderes establecidos suele señalar el primer paso hacia la autocracia de un país.»

«Mientras las personas tengan valores democráticos, la democracia estará protegida. En cambio, si la ciudadanía está dispuesta a responder a llamamientos autoritarios, antes o después la democracia estará en peligro».

Es obvio que la mayoría de los ciudadanos no tiene «vocación» para ser pastores del rebaño y que los componentes de éste se dejan pastorear fácilmente, salvo en su pequeño feudo o territorio. Ahí pueden mostrarse justo todo lo contrario. Ahí pueden ser demócratas y tolerantes o autoritarios y dictatoriales, machistas (o hembristas) o tolerantes y respetuosos.

Del «mejunje» compuesto por las tendencias «animales» de poder, sumisión, dominación, temor, debilidad, fuerza muscular, inteligencia, etc. a su vez derivados y mantenidos por las hormonas, aminas biógenas y demás sustancias correspondientes, etc. saldrá el resultado inicial de su posición en el grupo. Después, solo después, se pondrá en marcha el otro «mejunje» de la denominada civilización: valores éticos, de justicia, de equidad, de inteligencia emocional, de renuncia en aras de un bien común, etc. etc. No conviene perder de vista, pues, el origen, las tendencias «animales» (en el hombre, la testosterona puede hacer estragos si no se encauza correctamente, o si se siente «acorralado»). Pretender sublimar ciertas tendencias introduciendo únicamente valores morales con conexión divina, que no digo que no sean importantes, suenan, en los tiempos que corren, a música celestial, y nunca mejor dicho.

Hay que tomar tiempo para educar, educar, educar (dirigir, encaminar) teniendo en cuenta las tendencias «animales». Minimizarlas o negarlas es un craso error. Como señala el filósofo Michael Ruse: «Comprender la biología y trabajar con la cultura es el principio de la solución». Es el único camino para consolidar un sistema civilizado de convivencia. Hacer consciente lo inconsciente, digerirlo, asumirlo, renunciar, sublimar, etc. etc. Se trata, entre otras cosas, de superar el viejo conflicto entre el «Eros y el Tánatos». «That´s the question».

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