El Reino de León: la epopeya de los astures
Os voy a contar una historia más que memorable pero desdeñada, por desgracia, hasta por los herederos de quienes la protagonizaron. La historia de un viejo reino de la Península Ibérica en los duros siglos de la alta Edad Media cuya memoria ha quedado oculta bajo las turbios arenales de las crónicas oficiales. Esas que quisieran extirpar la existencia misma del que fue tronco común de dos de las ramas mas vigorosas del ancho roble de la historia humana: Portugal, la nación lusitana, y Castilla, soporte de la nación española. Porque ambas no pueden entenderse sin la piedra angular que asentó y orientó sus muros y sus destinos, la fuente en que bebieron sus fundadores. De la que manan ambos como afluentes paralelos de un mismo caudal.
Los españoles mantienen la idea errada de que la nación portuguesa es una anomalía histórica que debería ser subsanada por no se sabe que bisturí quirúrgico o cataplasma epidérmico. Algo así como un miembro amputado del organismo hispánico, el único que, según ellos/as, tiene derecho a exigir credenciales de identidad en la península ibérica. Pero no es así, bien por la incompetencia o ceguera de los españoles bien por la osadía y el coraje de los portugueses. Hay dos estados-nación en la geografía peninsular y ambos son herederos de un patrimonio común que es el reino asturleonés, que es lo mismo que decir el Reino de León.
Y hay también una conjura muy antigua de los poderes del Reino de España y de los intelectuales que maman a su costa, por minimizar la gloriosa andadura del reino asturleonés en la empresa de construcción de la nación. Lo vemos en los libros de enseñanza, en los documentales de TVE, en los cursos de las universidades y hasta en las series de ficción como la última de exito, sobre el Cid de Vivar, que llama a Fernando I, rey de Castilla, cuando lo es de León.
La gesta del Reino asturleonés brilla luminosa como el sol porque es la historia de una raza heroica que se atrevió a hacer frente en solitario a un coloso formidable, el Islam, en su mayor apogeo. Y después de 300 años de pelea, dejó el camino expedido para que las dos ramas desgajadas de su debilitado tronco pudieran culminar la larga empresa de expulsar a los musulmanes de la Península.
Es una historia que merece ser recordada en letras de bronce, porque no es inferior a los que protagonizaron los espartanos de Leónidas o los hebreos en su Tierra Prometida. La de un puñado de fugitivos que, amparados en sus montañas, se alzaron contra el poder más formidable de su tiempo, el Califato de Damasco, primero, y el de Córdoba, después.
Y no creáis que exagero: la liberación de la antigua Hispania del dominio musulman es una epopeya comparable a las mayores gestas de la humanidad. Egipcios, caldeos, persas, chinos, griegos, romanos, incas, aztecas.., construyeron imperios formidables sobre millones de súbditos y de hectáreas de tierra. Pero lo hicieron avasallando a otros pueblos no mayores en fuerza que ellos (más al contrario, muy inferiores).
El Reino que se fraguó en los riscos de Covadonga se enfrentó a la maquina de guerra más temible de su tiempo, nutrida con decenas de miles de combatientes, dispuestos a morir por el Islam. Los insurrectos de las montañas de Asturias no eran más que los restos de la tropa en desbandada del miserable rey Rodrigo, derrotado a orillas del Guadalete. A los que se habrían unido unos pocos miles de naturales temerosos del agresor musulmán en su camino al exilio del norte, con la esperanza de que allí entre sus fragosas montasas se podrían librar del islam.
Pero esta historia extraordinaria también por la asombrosa anticipación con que el reino astur-leonés se abrió paso al mundo moderno: el mundo de los hombres mujeres libres, con derechos inalienables y libertades personales. El reino leonés fue un verdadero precursor de las conquistas sociales que vinieron después de la Edad Feudal. Un adelantado de su tiempo, no especialmente por la actitud visionaria de sus clases rectoras, nobles feudales y clérigos católicos, sino por el empuje biológico de su pueblo llano, labradores y pastores, comerciantes y artesanos. Un pueblo libre de «homes de behetría» que arriesgaba a diario su vida para mantenerse en sus tierras en un mundo feroz de servidumbres feudales y sangrientas guerras.
Esos hombres y mujeres que poblaron las tierras al norte del Duero, desde Oporto hasta Álava, bajaron de los montes o vinieron del sur huyendo de los opresores para asegurar su futuro y defender sus creencias. Y ese desafío les empujó a obligar a sus soberanos a hechos memorables para la historia humana aunque injustamente valorados, como el Fuero de León de Alfonso V, a finales del X, que reconoció por vez primera, que el hogar es inviolable y lo mismo el correo; que todos los residentes, sin importar su condición, tienen derecho a la propiedad privada, a cambiar de residencia, a litigar apelando en última instancia al propio soberano. Las cortes de finales del XI donde se convocó por primera vez al pueblo llano para decidir los impuestos del reino, la guerras, las paces. El reinado de Urraca, la primera reina que supo gobernar por su propia mano, por sus derechos personales, en un trono soberano aunque su obra no tuviera mucho fruto. La primera universidad de Europa, en la ciudad de Palencia, los hombres de behetría, campesinos con derecho a elegir el señor más conveniente a sus intereses. Y cómo no, la grandiosa hazaña de un monarca extraordinario y cruelmente olvidado, Ramiro II el Grande, (al que llamaron «El Diablo» sus enemigos) que desbarató en Simancas, en el 939, con unos pocos millares de soldados, a la hueste, diez veces más numerosa, que subía de Córdoba a exterminar de raíz el Reino de León. Una victoria, no exagero, a la altura de las de Alejandro en el Granico o la de Bonaparte en Austerlitz.
El reino de León fue la creación más avanzada de su tiempo, un espacio de guerra y violencia pero también de libertades y derechos donde se cimentaron algunos de los robustos pilares que han permitido progresar a la raza humana hacia un mundo más justo y próspero.