Diario de León
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La emigración ha sido motor principal de la humanidad desde tiempos remotos. En nuestros días, globalizado el mundo, esa tendencia vieja de muchos siglos forma parte, más viva que nunca, de la realidad cotidiana mundial, respondiendo a las misma causas y razones de siempre. Tal vez pudieran observarse en el asunto dos ángulos o aspectos, según se ponga el acento en el pasado o en el futuro, para así considerar la emigración como huida del pasado o del presente angustioso, o como búsqueda de futuro. No son por supuesto antitéticos, pero la distinción queda incluso sugerida por los mismos términos: e-migración (desde, pasado) e in-migración (hacia, futuro).

Resalta en el primero el acento personal, individual, como ilustra el ejemplo de Caín, el primero de que hay noticia escrita en la cultura occidental, no importa que sea mítico. Lo que más llama la atención es que lo primero que hace ese emigrante fugitivo de su pasado es fundar una ciudad «al este del edén». El ejemplo bíblico no es único. Cuenta Tucídides en su Historia (I, 12) que a la vuelta de los griegos de Troya los cambios producidos después de tantos años provocaron en la mayoría de las ciudades disensiones internas, a consecuencia de las cuales los desterrados de ellas fundaban nuevas ciudades. La conclusión impone la consideración de la emigración como motor de cambio, pero también es melancólica: el origen de tantas y tantas patrias se localiza en una huida, fuera o no voluntaria.

Atendiendo al segundo aspecto, la búsqueda de futuro, entran ahora en liza las muchedumbres, incluso organizadas en caravanas peregrinas, como las que parten de la América hispana rumbo a Estados Unidos, y al otro lado las de africanos en busca también de su norte, que es Europa. No detienen a aquellas los desiertos, ríos ni muros fronterizos, como tampoco a estas los peligros de atravesar el mar en embarcaciones precarias y parecidos muros. La mayoría huye de la guerra, la miseria o las dos cosas, pero también los hay movidos por un afán de mejora para sus vidas relativamente apacibles, ejemplo de e-migración aquellos, y estos de in-migración.

Ocurre por cierto que a este movimiento globalizado sur-norte corresponde otro en sentido opuesto, como es el de las multitudes no menos nutridas que, partiendo del norte rico, pero oscuro y frío, siguen la ruta de los pájaros rumbo al sur cálido y luminoso. Unos buscan el norte para trabajar de forma permanente y otros el sur para vacar estacionalmente, todos sin embargo en ruta migratoria. Por lo demás se trata de una curiosa paradoja, que se repite cuando países o zonas un día emisores se convierten en receptores, de ese modo invertida la dirección de los caminos.

Pero tratemos de verlo a la pequeña escala de una región leonesa y con perspectiva histórica. Igual que otras de la provincia, Cabrera fue territorio emisor de migrantes. Desde finales del XIX y hasta mediados del XX, fueron muchos los cabreireses que pusieron proa, nunca mejor dicho, hacia la América hispana, donde hubo dos puntos de llegada principales: la que había sido la joya de la corona, Cuba, y la que apuntaba a gran potencia, Argentina. Allá que se fueron, pues, muchos, como decía, y más que huyendo del pasado, en busca de un futuro soñado mejor.

A finales de la década de los 50, el camino varió de dirección, cuando centenares de cabreireses salieron rumbo a las fábricas y obras públicas del centro y el norte europeos en reconstrucción. Las décadas siguientes fueron tiempos de cambios muy profundos y la emigración ejerció de auténtico motor en la transformación de Cabrera. Contribuyó a ella de modo decisivo la aparición en los años 80 de la industria pizarrera. Y poco después se produjo la paradoja de que el país exportador de emigrantes se convirtiera en receptor de inmigrantes, que llegaron desde la América hispana, sobre todo Colombia, del este de Europa y de Marruecos a trabajar en las canteras: ¡Caminos de ida y vuelta!

Entre los cambios debidos a la emigración me place recordar algunos más anecdóticos, como lo era, por ejemplo, oír de pronto hablar en la calle de cualquier pueblo un idioma extranjero. La mayoría de los cabreireses había elegido Bélgica y Suiza, volvían un mes en el verano y por lo tanto lo que se oía era francés. Lo practicaban sobre todo los jóvenes en grupo, para demostrar entre risas de burla su superioridad sobre los pobres pueblerinos ignorantes.

Algunos pocos eligieron Londres, donde ocuparon empleos en restauración y jardinería. Precisamente a un emigrado en la gran urbe le ocurrió un percance con la lengua de la que solo conocía unas pocas palabras suficientes para la vida cotidiana, y esta otra que llamó su atención, «crazy», loco, retenida con entusiasmo para echarla a andar sin precauciones. En cierta ocasión se la dedicó a uno con pinta de español, seguro de que no lo entendería, pero fue pronunciar «creisi» y le llovió un sopapo, aderezado con insultos en un gallego enfurecido. Muchos años después, ya de vuelta en su pueblo del municipio de Encinedo, seguía repitiendo su muletilla preferida. «Creisi, está creisi», decía de alguno con desdén, sabedor de que no había riesgo de recibir estopa.

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