Diario de León
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El mundo rural no es lo que fue... ni nunca lo será salvo hecatombe nuclear. Los que ya navegamos por las bravías alturas de la tercia edad aún conocimos el «ruris» medieval, el del arado romano, las siegas de guadaña y botijo y las veladas al amor de la leña. Era un mundo más que duro, de levantarse al albor, condumio a la hora del angelus y regreso a casa con el sol ya puesto. Molidos los huesos, embarraos en sudor pero alegres de animo y limpios de corazón. 

En la pobreza la alegría se esparce como polen de rosas en el aire y más aún la solidaridad, la de veras, no la de pega, de ahora. En ese mundo se podía caminar por las vastas campazas, entre trinos de calandria, croar de ranas y criqueo de cigarras, según la hora y la estación, orquestas siempre relajantes, siempre confortadoras. Se parlaba con sobriedad, salvo los bocalanes de oficio, y el silencio era respetado con rigor. En la escuela los colegiales gritaban las diarias lecciones a voces,  por los campos ralvaban la parejas de bueyes, sobre el fogón se adormilaba el potaje y en los dormitorios  olían a sábanas de lienzo. Era un mundo pobre, a veces feroz, a veces idílico,

  Lo que queda no es más que  pantomima, calles vacías, portales cerrados, aldeas bostezando en su lenta agonía. El denso silencio solo es vulnerado ocasionalmente por  los únicos que quedan; tractoristas motoristas y bisabuelas parleteras. Los que elegimos la vía del rus y huimos de la ciudad erramos la senda. Para sentir lo natural ya hay que buscar el bosque, como el trampero del Far West  y ahí la vida es otro cantar no apto para tiquismiquis. Se quebrantó nuestro patrimonio y nada ganamos en el cambio.

Hoy lo rural es una imagen deforme del mundo urbano, el reino del paleto, aquí, como el señorío del señorito, allí. El campo es hoy un polígono industrial con motores rugidores o un selva de zarzas; la aldea una residencia de tercera edad con bisabuelas parleteras y un circuito de rallies de tractoristas desaforados.

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