Diario de León

Quizás convenga armonizar memoria y tecnología

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De un tiempo a esta parte la narrativa avanza por el sendero de los extranjerismos y no sé si es lo idóneo. Ignoro hasta dónde podemos caminar. Y doy por sentado que la inmensa mayoría utiliza el extranjerismo con tino. Creo que, salvo en contadas ocasiones, se hace para enriquecer el tono del lenguaje. No obstante, sospecho que disponemos de un idioma tan rico que rebajamos nuestra lengua a cambio de nada. Por ello hago un recorrido conciliador ante este aluvión de vocablos.

Es cierto que algunos ya se han incorporado a nuestro diccionario: cros (campo a través), grog (bebida caliente), bóer (campesino), chifonier (cómoda alta), crup (difteria), remake (nueva versión), finger (pasarela), lutier (reparador de instrumentos musicales), zum (enfoque), tráiler (remolque), living (cuarto de estar), cruasán (bollo), trol (yutuber), dilecto (amado)… Ningún vocablo de estos supera a su equivalente en castellano… A veces, es cierto, se necesitan más palabras para expresar lo mismo, pero disponemos de tantos recursos que no nos añade apenas nada y el contenido se puede malentender. Si de algo pecamos es del exceso de vocabulario. Al menos, estas palaras anteriores ya han entrado en el Diccionario.

Hay otros vocablos que podrían castellanizarse: estaf (staff), suaré (soirée), chequeo (check-in), frente a frente (tête a tête), punto muerto (impasse), cena (diner), entrenador (coach), edicto (ucase), alto estilo (high style), piscina (pool), jefe (chefe), etc. Y así indefinidamente, porque es raro el libro/ novela que no alardee de esta simbiosis. En algunos autores, esperable. En otros, con cierta disonancia. En definitiva, no se trata de meter voces extrañas porque sí, aunque el auge del español nos puede invitar a sazonar con adornos la frescura del idioma. Tentación no siempre acertada. Pongamos pie en tierra y echemos sobre el suelo las palabras más acordes con nuestro idioma. No entorpezcamos el camino a los buenos viajeros que absorben con deleite el néctar de la música. Las trabas innecesarias alejan al lector confiado y no acrecienta el número de adscritos a la causa. Cada país tiene su listón a mano.

No soy extremista en esto del lenguaje, pero quiero expresar mi opinión en favor de nuestro vocabulario. Y digo desde aquí que prefiero rescatar voces de mis antepasados antes que introducir vocablos de otras lenguas que en nada enriquecen nuestro idioma. Está bien acomodar una palabra que no tenemos, tal como estaf, cros, trol, dilecto, cruasán, zum, tráiler…, pero resulta llamativo echar mano de otro grupo de palabras, como bóer, chifonier, crup, finger, remake…

Tengo cierta experiencia en recoger el habla de los pueblos de los propios usuarios, en especial de la gente mayor. ¡Qué pozos de sabiduría! Y lo malo es que esa generación de abuelos que atesora un ingente arsenal de vida a través de las palabras poco a poco se apaga. Y es una pérdida irreparable. Después de ellos, quizás por el influjo de la tecnología, ya nada será igual. Tal vez la memoria vaya cayendo en desuso y no es bueno que dejemos en el desván de los sueños esa arma tan poderosa. Es cierto que no podemos achacar a las nuevas tecnologías la muerte de la memoria, pero no deja de ser una realidad palpable la comodidad del ser humano en ejecutar esa facultad cuando hay al alcance de todos esos depósitos de «sabiduría» con artefactos increíbles: móviles, internet… ¿Para qué cultivar la memoria si tecleo unos números y unas letras y obtengo al instante el objetivo pretendido? Con ello decae la memoria y echa por tierra el lema de la tradición que iba de padres a hijos por necesidad, ya que la mayoría no sabía ni leer ni escribir y entonces se transmitían las leyendas y las hazañas de viva voz en la memoria de los demás. A sabiendas que en esas transmisiones había emociones, costumbres, sabiduría, matices…

Abogo por ese dominio de la memoria. No tiene por qué interferir en las demás funciones. No podemos sustituir esta facultad a costa de los nuevos instrumentos. Todo es compatible. No sé por qué nos sobrecoge que memoricemos algo. ¿A santo de qué? Nunca en mi profesión orillé la memoria. Eso no quita que prestemos máxima atención a otros objetivos: reflexión, comentario, diálogo, disertación…Ojalá logremos alcanzar un pacto cordial entre memoria y reflexión.

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