Diario de León
León

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«Se acabó, todo está cumplido». La traición ya se ha consumado. El desastre está servido. Señoras y señores, ciudadanos españoles de todo pelaje y condición, el felón ha triunfado, al menos en el primer capítulo de esta «tragicomedia» hispana contemporánea. No me pilla de sorpresa tal desmán, pues ya se venía anunciando, a pesar del secretismo de la banda, que ésta estaba dispuesta a todo con tal de que prevaleciera el narcisismo y el ansia de poder de su jefe. No me extraña, tampoco, la actitud genuflexa de sus compinches, cuyas tragaderas, en nombre del «progresismo desbocado y prostituido del auténtico significado del mismo», se han abierto para engullir incluso lo indigesto con tal de satisfacer sus deseos ansiosos por permanecer en el pesebre unos, y a la espera de acceder a él otros. Tampoco excluyo el «regusto» tan español y cainita de cargarse a los políticos y a quienes no piensan como ellos. En cuanto a los enemigos, y sucedáneos de España, al margen de aplaudir con las orejas por lo conseguido, no me extraña su exultante alegría, pues les ha tocado el gordo de la lotería de Navidad sin haber comprado ni un solo décimo de la misma. Eso se lo ha regalado el felón con el dinero de todos los españoles.

¡Hay que joderse!, repite y repite el paisano de mi pueblo cuando quiere condensar con esa exclamación tanto la indignación como la incredulidad e impotencia ante el asunto. Bueno, yo que conozco bien a mi paisano, creo que, también, se está preparando para tomarse la revancha, llegada la ocasión, porque se la tiene guardada al traidor.

¿Y ahora, qué? ¿Ajo y agua? ¿Sálvese quien pueda? ¿A jurar y maldecir en hebreo? ¿A callar tocan? Cada uno, a su aire, irá haciendo su camino o su sendero, más bien. Llegará un momento, ignoro el cuándo y el cómo del cual cuando al personal, tras tomar plena conciencia de la gravedad de lo ocurrido, así como sus consecuencias, no le quede otro remedio que cortar por lo sano, amputar lo gangrenado. Yo, por el momento y acordándome del poema del Piyayo (modificado para la ocasión), proclamo: «aunque a chufla lo tome esa gente, a mí me da mucha pena y me causa un cabreo imponente».

La cuestión es muy seria. Veamos, si España es un Estado de Derecho, me pregunto qué significa lo de derecho cuando unos políticos, en el ejercicio de sus funciones, pueden hacer que el derecho sea torcido; y no pasa nada. Es legal, amparados por la ley que sea menester, una ley cocinada por ellos mismos. La Ley, como concepto, como la regla de la convivencia que obliga y protege al mismo tiempo, cual mandato de Dios (de ahí viene, primitivamente, el hecho de «jurar»), deja de ser, por una parte, dura como el acero y flexible como el junco, por otra, para convertirse en plastilina. Ya no me quiero extender sobre lo que significa, y el daño que acarrea, lo de jurar en vano.

Lo mismo ocurre con la Constitución Española a la que nos dirigimos como referente de la esencia misma del hecho de ser y comportarse como ciudadanos españoles, y obligados a su cumplimiento. Luego, unos políticos, al parecer legalmente, y en el ejercicio de sus funciones, proclaman que es un referente discutible, imperfecto, obsoleto en muchos de sus artículos, y cuya interpretación se presta a discusiones bizantinas. Entonces, ¿Cómo queda, qué valor tiene el juramento de acatar la Constitución? ¿Y lo de «guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes»? Porque, vamos a ver, obras son amores que no buenas razones. ¿El juramento es un brindis al sol? ¿Quién se va a encargar de hacer guardar la Constitución, y cómo? Si el sistema del que hacemos parte permite que los políticos estén por encima de la ley, cometer tropelías, amnistiar las mismas y las propias si hace falta, de qué Constitución y de qué Ley estamos hablando.

El paisano de mi pueblo, que ha vivido mucho, se ha ido convirtiendo lentamente, a veces a trompicones y con algunas cicatrices de una época pasada, en un ciudadano que contempla con pesimismo, a pesar de ser un optimista «biológico», el panorama político actual. El otro día me comentaba que, aunque sabía que la frase no era suya, le dolía España. Él me decía que ni era viajado ni estudiado, pero que se aferraba a unos principios del sentido común, de una lógica sencilla derivada de la observación del discurrir de la vida, propia y ajena, y deducía que nada bueno puede esperarse de quienes convierten la Ley en papel mojado.

Me decía, también a su manera, en plan «filosófico», que de nada sirve para hacer frente a quien se hace con el poder absoluto, invocar los principios de igualdad, libertad y fraternidad (principios de la Ilustración, le afirmo. Será si tú lo dices, me responde). Que eso de que caerá sobre ellos el peso de la Ley, cuando ésta se ha convertido en tan liviana y cambiante como el viento, se las trae floja a quienes poseen la vara del mando. Después se pone en plan combativo y curativo y me dice que el mal, la enfermedad que nos aqueja, no se cura con cataplasmas ni con advocaciones éticas y morales por muy acertadas y justificadas que sean, pues les «resbalan» a quienes hacen el mal. Tampoco con referencias a la vergüenza hacia quienes ni la tienen ni la practican, pues es, simplemente, perder el tiempo.

El mal de la enfermedad del poder (adicción patológica al mismo, la defino, y él asiente) se debe tratar yendo a la raíz de la misma, en principio, ya lo sabemos, con medidas preventivas (la profilaxis, la higiene, la educación, le indico. Eso, me responde), después con medidas más contundentes (con cirugía mayor, le advierto. Él me responde que vale). Finalmente me cuenta, más cabreado y beligerante, metafóricamente hablando, y dada su experiencia de observación con los canes, que hay que enseñarles los dientes y, si fuese necesario, lanzar algún que otro mordisco. Porque el perro ladrador, poco mordedor, apostilla. Luego, un poco embalado, acaba su discurso con una frase de dudosa categoría artística, tomando como ejemplo a los canes: Ya se sabe que «perro cobarde, ni come ni jode». Yo le advierto que cuide su lenguaje, que hay que tener en cuenta no solo el buen gusto sino lo que es políticamente correcto. Él me mira con esa mirada que dan los años y la experiencia que da la vida, y me responde: Ya soy viejo (perro viejo, afirma guiñándome un ojo) y a estas alturas hay cosas que me la ponen «pendulona…».

Acabo mi conversación con el paisano de mi pueblo, a quien admiro, deseándole larga y apacible vida. Él me responde que, también, con sopas y buen vino. Luego añade, como para quedarse más a gusto: No me digas que a ese traidor que encima dice, con una jeta que se la pisa, que lo hace por el bien de España y los españoles, no es para correrle a gorrazos y echarle de la Moncloa… Es posible que el felón busque la provocación (él, que primero tira la piedra y, esconde la mano, después), para justificar, haciéndose la víctima, no el agresor, la respuesta a su conveniencia. Ojalá que el problemón no se nos vaya de las manos. Pues eso.

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