Diario de León

Estatalitis: la marrana, grande...

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Al hispanícola, o sea, al individuo con DNI del Reino de España, le encanta el Estado. Que deberíamos llamar mastodonte, en registro literario; Leviatán, con ínfulas culteranas, o simplemente, marrana, con acento llionés, marca Trapiello, ilustre columnista.

Marrana, despanzurrada en la  cochinera, mostrando sus grandes ubres de las que todos los cochines quieren sacar mamada. Y les encanta  no desde ayer, desde el huésped de El Pardo, ni desde Felipe, el de la chaqueta de pana, sino del otro, de Felipe,  el tenebroso, el del Escorial, por lo menos. Les encanta sentirse copropietarios de una marrana grande que alimente a todos.

No le importa perder al español cañí, cada año, los ingresos de siete meses de su esfuerzo laboral en pagar el forraje  de su incansable gorrino, traga que traga, engorda que engorda. Eso es lo que nos lleva en impuestos, directos e indirectos, centrales y autonómicos, el recaudador del Estado. 

Alimentar el Estado es pagar sobre todo a sus funcionarios, es decir a los vaqueros del establo: una casta laboral de contrastada incompetencia, absentismo y soberbia, de efecto devastador en el tejido económico, uncidos a la vaca sagrada por doble conducto; el simple padrinazgo de algún capataz del andamio administrativo  con proceso inducido: primero laboral, luego, interino; finalmente, titulada, definitivo, eterno. Por otro, ganando la plaza en dura competencia por simple almacenaje de megabytes de información inútil para su quehacer futuro pero que sirven para poner un adjetivo a su valía. 

Luego, con la gabela injustificada de su empleo indestructible, como torre almenada, y el sólido amarre del puerto sindical, se trasforman en guardias penates de la inoperancia pública.

Se hacen arrogantes, manirrotos cuando administran dineros públicos, impuntuales, absentistas del cafelito a cualquier hora, hacer la compra y recoger a los niños, improductivos.

La navaja del monipodio público le protege del despido improcedente, las eres temporales y otras catástrofes de la galaxia privada. En ella durarían menos que un grano de trigo en la boca del hormiguero

Lidiar con  funcionario es más duro que doblar el cuello a un miura. Te espera acomodado en su silla imperial, tras la adormecida pantalla, y ya solo al mirarte te perdona la vida. Si está de humor se pondrá en marcha como un gozne oxidado. Si no lo está te ladrará con desgana, apenas enseñando el colmillo. para que no eches a correr pero que conozcas el terreno.

Falta de esto, sobra de aquello, no entiendes ni la mitad pero no te atrevas a rechistar porque su disgusto te obligaría aguardar veinte colas más, a presentar otras tres docenas de papeles, a pedir tres cientos de citas mas, a doblar la sanción quizás. 

Ya no se lleva el vuelva usted mañana del pobre Larra, ahora la despedida está automatizada, como todo en la Edad Digital.

Descolgando el teléfono o ni levantándolo tan  siquiera, sin miramientos ni disculpas.

El pii.. pii.. pii.. clama en mitad del océano de tu tímpano. Es la lúgubre sirena del barco atrapado en el sargazo burocrático.

La inútil llamada de auxilio a la fortaleza inexpugnable donde la Hidra sigue hipnotizando todo cuanto mira, ajena a todo bullicio, a toda contrariedad. 

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