Diario de León

TRIBUNA

Enrique Ortega Herreros Médico psiquiatra jubilado

¿Destruirse para construirse?

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E so es como las olas del mar, unas vienen y otras van… La historia de la humanidad está plagada de ejemplos en los que se pone de manifiesto la destrucción de unos contra otros, y sobre cuyas ruinas o cenizas se pretende construir algo distinto y, por supuesto, mejor. No sé si se trata de una maldición divina o de una necesidad inscrita en la naturaleza humana, pero lo cierto es que esa dinámica se repite sin cesar. El caso es que la idea (¿utópica?) de que todos somos hermanos no sé muy bien si se refiere al cantado amor cristiano o a lo decidido por Caín sobre Abel que, según el Génesis, fueron los primeros hermanos de la Historia. Me malicio que, de momento, lo que ha predominado ha sido lo segundo sobre lo primero, si bien el asunto no ha terminado aún. Ahí es donde reposa la esperanza.

Las guerras se acaban y vuelven a gestarse para volver a empezar. Parece que los conflictos que terminan son solo una tregua que se dan los contendientes, una paz momentánea, pero nunca una desaparición de la simiente guerrera que el hombre lleva en su ADN y que no puede (¿?) modificar a pesar de los intentos que se le han propuesto, bien sea en forma de ruego como de obligación, e incluso de premio celestial por abandonar esa tendencia. El problema reside, mayormente, en la esencia, en su inclinación a justificar la guerra como forma y necesidad de defender sus derechos, protegerse de los ataques (reales o inventados) del otro, a la legítima defensa. Y que, por tanto, en último término es un «mal necesario». Por eso, el asunto de las guerras no parece tener solución alguna. Y las más lacerantes de entre ellas son las llamadas «guerras de religión», oxímoron por antonomasia, ya que el santo y seña de las religiones se supone que son el amor y la paz.

¡Paz a los hombres de buena voluntad! ¿Y a los otros, que parece que no son tan pocos? Que les den, que hay cosas que no se pueden aguantar o tolerar… Llegado a este punto, siempre me viene a la memoria una anécdota que me contaron, probablemente falsa, y que tengo recogida en uno de mis libros. Estaba, en la época de la conquista y evangelización de América, un fraile, un tanto revirado o rebotado, enseñando el catecismo a unos indígenas. Entre estos últimos había uno muy cabezón que mostraba su desacuerdo con varios de los supuestos que el bueno del fraile trataba de dar por necesarios. No estaba de acuerdo, particularmente, ni en poner la otra mejilla, ni en perdonar al enemigo. El fraile insistía en el mensaje del amor y el perdón, pero el indígena no hacía más que poner pegas y rechazar las enseñanzas. Llegó un momento en el que el fraile, que ya he dicho que era un tanto revirado, harto de la oposición sistemática del interfecto, se puso en jarras y le espetó: «Como sigas así, voy a tener que darte cuatro hostias a ver si así acabas aprendiendo y aceptando las enseñanzas que promulgo, indio de los cojones». Y es que todo parece tener un límite…

A propósito de límite, me da toda la impresión que las guerras desaparecerían solamente si los guerreros considerasen que iban a perder sus vidas; y eso con reservas, pues si creyesen que el enemigo iba a morir también, no le harían ascos al sacrificio, por aquello de morir matando. En los conflictos abiertos actuales, bendecidos por las respectivas religiones de los contendientes, haga usted la prueba, sugiérale al ruso que dé un abrazo de hermano al ucraniano y viceversa. O que el israelí haga otro tanto con el palestino, y viceversa. No se rían, por favor. Lo propio le ocurre al Papa, jefe de la Religión Católica, Apostólica y Romana, a quien le hacen el mismo caso que Sánchez hace a la oposición.

«Si vis pacem, para bellum» (si quieres la paz, prepárate para la guerra) de los latinos, sigue vigente muchos siglos después. Claro que si nos paramos detenidamente en un pasaje evangélico: «No he venido a traer la paz sino la espada», se nos queda el cuerpo un poco flojo, cuando menos. Ya sé que para esta última frase vienen las explicaciones, las interpretaciones que tratarán de «arrimar el ascua a su sardina» y acomodar la exégesis a sus deseos o pretensiones, pero lo contundente y lo obvio de esa frase no admite demasiadas elucubraciones al respecto. Sobre todo, cuando contemplamos la repetición de la jugada a través de la Historia. A ver si va a ser cierta la expresión del famoso torero, y de la canción: «Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible…»

Las sociedades en general, y algunas más en particular, predican el amor y la paz al mismo tiempo que se arman hasta los dientes. ¿Ustedes, conociendo el percal, las tildarían de hipócritas, o de sensatas y precavidas? Los seres humanos, y las sociedades que ellos forman, se mueven en constantes contradicciones teórico-prácticas. «El sí, pero no»; depende, ¿de qué depende? «Yo, por las buenas, soy bueno, pero por las malas…» Por otra parte, la «manía» de polarizarse, como se dice ahora, pone más trabas a la deseosa aspiración de una paz universal y sin fin. Esa forma de alinearse, de tomar partido por uno u otro bando no propicia la paz sino el deseo de triunfar sobre el otro, de someterlo y derrotarlo, que es, al fin y al cabo, la dinámica intrapsíquica que el hombre lleva dentro, aunque lo ignore o no lo dé la importancia que tiene realmente. ¿Solo nos quedaría esperar la paz y el descanso eternos tras nuestro paso por la vida, lo mismo que el dicho, «muerto el burro, la cebada al rabo»? ¿O «muerto el perro, se acabó la rabia»?

En plan optimista, uno podría inclinarse a pensar que, quizás, en un futuro lejano el amor triunfará definitivamente sobre el odio, y la guerra sea solo una pesadilla del pasado. Es posible que el miedo a la muerte avive el deseo de seguir viviendo, o que el amor a la vida triunfe sobre el deseo de la destrucción. Eso, en plan optimista. En plan pesimista, es de agárrate fuerte que vienen curvas, porque la que se nos viene encima no tardará en llegar. Lo que es esperanzador y pesimista al mismo tiempo es que todo va a depender de nosotros mismos, de lo que decidan los hombres de buena voluntad y los otros. Por eso, puede ocurrir que construyamos sin destruir, o sigamos con la manía de destruir para pretender construir después. La bolita ya está rodando en la ruleta de la suerte. Hagan juego, señores, decídanse a apostar; pueden ganar o perder. No se preocupen demasiado por el resultado; total, es solo una cuestión de vida o de muerte…

Las sociedades en general, y algunas más en particular, predican el amor y la paz al mismo tiempo que se arman hasta los dientes. ¿Ustedes, conociendo el percal, las tildarían de hipócritas, o de sensatas y precavidas?
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