Diario de León
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León

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A finales del siglo XV, Hernando del Pulgar, a quien los Reyes Católicos nombrarían cronista real, escribía a Francisco Núñez una carta acerca de los consejos que se encuentran en los filósofos para el remedio de ciertas enfermedades. Le comentaba en ella al doctor Núñez que, como sintiese dolor en la ijada y padeciese otros males propios de la vejez, intentó aliviarlos leyendo el «De Senectute» de Cicerón; pero en ese y en otros libros similares halló buenos consejos, algunas palabras de consuelo pero pocos remedios para sus perentorias dolencias; por lo que apelaba a su ciencia y a los emplastos necesarios para aliviarlas. Y concluía de esta forma: «Así que para las enfermedades que vienen de la vejez, hallo que es mejor ir al físico remediador, que al filósofo consolador». Estoy completamente de acuerdo con Hernando del Pulgar, que cuando tenemos una dolencia física, lo mejor es ir cuanto antes al médico y dejarse de filosofías -a no ser que el médico sea además un buen filósofo, como el Divino Vallés, eximio burgalés del siglo XVI-, y por supuesto dejarse de tanto charlatán, curandero y embaucador como últimamente proliferan en nuestras pantallas. Pero respecto a los males del alma o de la psique, ese es ya otro cantar. Hace muy pocos años, el filósofo norteamericano Lou Marinoff escribió un libro sobre la filosofía como terapia para ciertas enfermedades del espíritu que, en Estados Unidos, se convirtió en un auténtico best-seller. El libro tenía un título muy expresivo: Más Platón y menos prozac, y en él proponía la lectura y reflexión de ciertas corrientes filosóficas; pues en ellas, bien utilizadas en la consulta del filósofo terapeuta, uno podía hallar remedio para este tipo de dolencias; no de otras, por supuesto. El prozac, un potente antidepresivo de la sofisticada industria farmacéutica, es uno de los medicamentos de mayor consumo en los países desarrollados; países en los que, fundamentalmente entre los adultos, son cada vez más frecuentes los estados depresivos. La depresión es una moderna enfermedad que atenaza e inutiliza a millones de personas, que creen vivir una vida sin sentido. Afecta, como se se sabe, a personas mayores y a los adultos, pero últimamente también a jóvenes, y cada vez en mayor número. Sin ir más lejos, esta semana la prensa anuncia que la FAD, organismo que regula el consumo de medicamentos en Estados Unidos, ha legalizado y permitido el uso de dicho medicamento -que de forma no muy legal consumían ya en ese mismo país más de 300.000 adolescentes- a niños a partir de los siete años. Esto quiere decir, si nada lo remedia, que su consumo se incrementará de foma masiva en los próximos años. Al margen de las presiones de la industria farmacéutica, que seguro son muy fuertes, esta legalización es una medida -no discuto si necesaria o no desde el punto de vista terapéutico- terrible. Es uno de los síntomas más claros de la grave enfermedad que aqueja a nuestra moderna sociedad, en que muchas personas se sienten perdidas, sin ilusión, derrotadas, deprimidas. Las causas son muchas, entre ellas, la crisis de la familia, el fracaso escolar, la monotonía de la vida y el trabajo, la perdida de los valores cívicos y religiosos. Las consecuencias son también muchas y muy variadas: violencia doméstica, drogas, botellón, soledad, depresión. Las preguntas son evidentes: ¿No hay alternativa al prozac? ¿La escuela no es capaz de ofrecer a los jóvenes, además de conocimientos, una educación para una vida mejor, para una vida buena? Siempre hay signos esperanzadores y ahí tenemos esa extraordinaria demostración de solidaridad que están dando tantos jóvenes en el desastre del Prestige; pero la juventud, que en general es sana, necesita alicientes vitales; esos no los proporciona el prozac pero sí la buena educación, una filosofía que transmita valores de justicia, de esfuerzo, de solidaridad.

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