Diario de León

TRIBUNA

El silencio de las tumbas

Publicado por
MANU LEGUINECHE
León

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TARDÉ UN TIEMPO en descubrir la verdad. La iraquí era una sociedad cerrada, hermética por decreto. Nadie abría la boca porque los servicios secretos de Sadam Huseín estaban en todas partes. Sus agentes registraban hasta la caída de una hoja en otoño. Esa verdad era que Uday Husein, la caricatura de Sadam, era más odiado que su propio padre. Nada parece indicar que de ellos, aislados en la casa de su delator-caza recompensas, haya dependido la resistencia del régimen, que se organiza a niveles locales y regionales ¿volverá Irak a ser el mismo a partir de loa desaparición de los cachorros del «rais»? Es la primera buena noticia para Bush desde hace meses. Pero falta la pieza principal. Sadam Husein. Se cuenta que el padre y los dos hijos pactaron la separación para que no los descubrieran juntos. Qusai lloró amargamente en la despedida. Sic transit gloria mundi. Así acababan las glorias del mundo. Los hombres que lo tuvieron todo, absolutamente todo, con cientos de aduladores, guardaespaldas y lacayos a su alrededor, acababan solo como perros. ¿Ha hecho bien EE.UU. en dar muerte a los hijos en su refugio de Mosul? ¿No hubiera sido mejor conservarlos vivos para que hablaran ante los tribunales del paradero de su padre, de las supuestas armas de destrucción masiva, del programa de armamento de Irak, de los crímenes del régimen, del pillaje de las arcas del Estado, de las relaciones de Sadam con Al Qaeda y hasta con los EE.UU? Tal vez hubiera sido mejor haberlos reducido con gases lacrimógenos y paralizantes. ¿O es que Uday prefirió el suicidio? Es probable que, al menos a corto plazo, continúen las operaciones de hostigamiento de la guerrilla contra las tropas de EE.UU., que como en Vietnam, piden más hombres y más dinero, ahora son cuatro mil millones de dólares al mes para rematar la faena. El Pentágono ha debido pensar que era más útil y rentable su muerte que su supervivencia. La noche anterior al primer bombardeo de la Tormenta del Desierto en 1991, en una habitación contigua a la mía en el hotel Mansur de Bagdad sonaban aires de juerga, una fiesta muy ruidosa. Eran altas horas de la madrugada. Llamé un par de veces a recepción. Fue en vano, hasta que bajé al primer piso para reclamar silencio. No eran días para saraos nocturnos. El recepcionista, aterrorizado, pronunció unas cuantas palabras de disculpa. «¿No será Uday el que organiza la fiesta?» pregunté un tanto irritado. La cara del empleado del hotel Mansur adquirió de pronto el color de la greda. Uday, el hijo mayor de Sadam vivía en el barrio residencial de al lado y tenía por costumbre organizar sus fiestas privadas, acompañado de sus amigotes, en las instalaciones del hotel, que como es natural era también suyo. Uday tenía bula para todo. Sadam Husein envió a sus dos hijos a España en 1979, poco antes del asalto final al poder. Los puso a salvo como medida de precaución, de modo de Sajida, la esposa y madre del caudillo iraquí, pudo pasear a sus hijos por los grandes almacenes de Madrid. Poco después, tomado ya el poder, Uday emerge como la estrella asesina del régimen. Hace lo que le da la gana. Dinero, una gran fortuna por el contrabando de petróleo, ocupa el poder informativo, el Comité Olímpico y la Federación de Fútbol. Es un sádico que ama los coches rápidos, los leones, los tigres y las gacelas, un psicópata como los personajes de las películas de Quentin Tarantino. Se hacía llevar a casa a las muchachas de las que se encaprichaba. Disponía de una cárcel en el sótano en la que torturaba a los jugadores que perdían los partidos y a los esposos que se resistían a ceder sus mujeres. De su séquito formaban parte dos pasteleros. Uno de sus agentes recorría Europa y América en busca del mejor whisky. Ametrallaba cigüeñas desde su avioneta, torturaba en persona, disciplina que aprendió de su padre. Mató a bastonazos al mayordomo preferido de Sadam. Su estrella se oscureció tras la primera guerra del Golfo y tras sufrir un atentado que lo dejó medio paralítico de una pierna. Su relativo ostracismo dio paso al segundo hijo, Qusai. Son dos rostros de la crueldad. A uno lo llaman el lobo, Udai, el borracho, al otro la serpiente, el abstemio, Qusai, dos años más joven. Exhibicionista, cruel y vulgar el primero, frío y calculador, tal vez más temible el segundo. Uday, de ojos desorbitados, de zombie, lleva barba de cinco días y una pistola al cinto, una Asprey de cachas doradas. Qusai se pone al frente del ejército y del aparato de seguridad. Uday de los de los fedayines. Son dos aficionadillos. Sólo les sustentó el terror. Las mayoría canta de júbilo, una minoría, los privilegiados, prometen venganza, la eterna venganza.

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