Diario de León

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LA MUERTE en acto de servicio de los siete militares que pertenecían al Centro Nacional de Inteligencia es un hecho irreversible que debería obligar al Gobierno a reflexionar acerca del porqué de la presencia de tropas españolas en Irak. La muerte de nuestros siete compatriotas es un hecho desgarrador. Su valor al ir a Irak, merece nuestro reconocimiento y sus familias deben ser honradas y atendidas en los largos días de tristeza que las aguarda. Sus vidas han sido sacrificadas por participar en una guerra que la mayoría de los españoles piensan que no merecía la pena y esa es una cuestión que debería hacer pensar al Gobierno y, sobretodo, al presidente Aznar, copatrocinador de una invasión que los iraquíes interpretan como una ocupación ilegal de su país. La profanación de los cadáveres de nuestros compatriotas, un hecho salvaje que explicita el odio que suscita la presencia de extranjeros en Irak, debería, ya digo, promover algún tipo de reflexión por cuenta de quienes deciden con tanta frialdad sobre cuestiones cuyo desarrollo implica que son otros quienes se juegan vida. Aunque nuestras Fuerzas Armadas son profesionales y asumen los riesgos que conlleva vestir el uniforme, la lógica nos hace pensar que no deberían ser expuestas a otros peligros que los que se derivan de la defensa de España. Y que no se diga que cooperando en la ocupación de Irak defendemos mejor nuestros intereses nacionales porque bastaría una mirada hacia el sur, hacia Marruecos -país de cultura árabe y estirpe islámica-, para comprender que la presencia española en Babilonia ha empeorado la opinión que, en buena lógica, nuestros inquietos vecinos tienen respecto a España. Rectificar es de sabios, pero en este caso no me hago ninguna ilusión. Conociendo lo arraigado que está el culto a la personalidad a favor de quien tomó en solitario la decisión de apoyar la intervención, me conformaría con que el próximo inquilino de La Moncloa -sea Mariano Rajoy, sea José Luis Rodríguez Zapatero- hable con los familiares de los siete militares despedazados por la metralla y pisoteados por el populacho en el arcén de una remota carretera de Irak. Como familiares de unos valientes que han dado su vida en acto de servicio en cumplimiento de las órdenes recibidas quizá se atrevan a decirle que si hay que morir se muere, pero que morir en Bagdad, no merece la pena.

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