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¿Qué sería de la salud en un país sin médicos? ¿Qué sería de la ciencia y la tecnología en un país sin investigadores? Lo mismo cabe preguntarse: ¿Qué sería de la educación en un país sin educadores? Si la palabra «educación» es, hoy, una de las más pronunciadas en casi todos los medios, quizás sea porque nuestro mundo está tomando conciencia de la importancia del conocimiento y del acceso a la cultura, hasta ahora patrimonio de unos pocos. En todos los medios se oye afirmar que sólo a través de la educación podrán salir los pueblos de su miseria, que la riqueza de un país no consiste en tener petróleo, diamantes, etcétera, sino en tener educación, o que la mejor forma de erradicar la pobreza en el mundo es la educación. Por eso se considera ese derecho como uno de los prioritarios y así se reconoce en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en las constmtuciones de los diferentes pueblos del mundo, así como en otros muchos convenios, pactos y declaraciones internacionales. Por tanto la necesidad de contar con profesionales de la educación parece evidente y necesaria. Ellos han de ser los principales responsables (no los únicos) de esa materia tan importante que es la educación, lo mismo que los médicos lo son de la salud. Pero es verdaderamente paradójico que, mientras se habla en todos los medios de «educación», apenas se menciona el nombre de «educadoras»; en cambio -y en pura lógica- se habla tanto de «medicina» como de «médicos». No es casualidad, indica sencillamente que en la actual educación convencional lo importante no es el «educador», sino el mero trasmisor de conocimientos. La pregunta «¿Existen educadores en nuestro país?» podrá parecer una osadía, una imprudencia o una simple tontería para aquellos que consideran que «profesor» y «educador» es prácticamente lo mismo; pero si preguntáramos a los propios profesores si ellos se sienten educadores, podríamos tener la sorpresa de que una mayoría respondería probablemente que no. Y la razón sería muy simple: porque no han recibido, en sus respectivas carreras, la formación de educadores sino de profesores. ¿Cuál es, pues, la diferencia entre ambos conceptos? Sin entrar en disquisiciones al respecto, se puede afirmar que el profesor es el que imparte unos determinados conocimientos, sean éstos de matemáticas, inglés, mecánica o peluquería. La misión del profesor sería, en principio, la de instruir. El educador, en cambio, no se limita a impartir conocimientos, a instruir, sino que ha de «educar», tarea de una enorme responsabilidad y complejidad que exige, ante todo, la posesión de un perfil educativo específico (el perfil psicológico del educador), y después una profunda formación psicopedagógica. Su objetivo es formar integralmente al alumno para que éste, a través de un conocimiento de sí mismo, de la conquista de su libertad interior y de su propia personalidad, pueda encontrar lo que muchos educadores llaman acertadamente «el proyecto personal de vida». En la actualidad, la insuficiente formación como educadores que reciben los profesores de primaria y la ausencia de esa formación en los profesores de secundaria, hace que estos cuerpos estén atravesando, hoy, unas dificultades que sólo ellos conocen verdaderamente, ya que la sociedad en general, como la propia administración educativa, les exigen que sean casi los únicos responsables de la educación de los niños y de los jóvenes, que sean verdaderos educadores. Esto no se les puede exigir, simplemente porque no han sido formados para ello, hasta el punto de que no existe en el campo de la enseñanza «el perfil psicológico del educador», lo que sería lógico y deseable, como existe en otras profesiones. Lo cual quiere decir que, desde el punto de vista de las administraciones educativas, puede ser profesor de esos dos niveles cualquier licenciado o diplomado, tenga o no conocimientos psicopedagógicos y posea o no ese perfil educativo propio e imprescindible para esta profesión. La Formación del Profesorado prevista en la LOE no cambia un ápice esta situación, debido a su falta de concreción Es lamentable e incomprensible que, una vez más, una nueva Ley de Educación descuide esa realidad tan palpable en el mundo educativo: la necesidad de una formación completa de los profesores, que les prepare -como verdaderos educadores- para los retos a los que han de enfrentarse en las aulas. El futuro Estatuto de la Función Pública Docente difícilmente podrá regular lo que está ausente en la Ley. No obstante deseamos que acierte a definir «los perfiles profesionales adecuados para el servicio público educativo», como se dice en el anteproyecto de la LOE. Por ahí podría empezar una adecuada y completa formación del profesorado. Así pues, si -como parece evidente- en los centros educativos de primaria y secundaria se necesitan educadores, mucho han de cambiar las cosas, pues hay que comenzar educando al educador. Eso sería tomar la educación en serio y con responsabilidad, y no sólo teorizar sobre la «educación». Resulta paradójico e incomprensible (y rayando en el absurdo) que lo que más necesita saber hoy un educador -pedagogía y psicología escolar- no sólo está ausente en su formación académica, sino también en los temas de las oposiciones para acceder a esos cuerpos, y en cambio una buena parte de los conocimientos que se les exige, apenas los utilizan y los necesitan en su profesión diaria. De ahí que la frustración en los profesores jóvenes pueda llegar demasiado pronto. Urge, pues, una seria reflexión sobre la necesidad de llevar a cabo un cambio profundo en la formación del profesional de la educación, si se quiere -de verdad- superar la grave crisis educativa que padecemos. Ese profesional de la educación no ha de ser un simple profesor que instruye a sus alumnos con diversos conocimientos venidos del exterior, sino, ante todo, un verdadero educador, con todo lo que implica esta palabra. Pero ello exige, también, ciertos cambios sociales, en nuestro país, como una revalorización social de los cuerpos de profesores de Primaria y de Secundaria, y de la importancia de la educación en general.