Diario de León

EL MIRADOR

El péndulo nacionalista

Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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LA MARCHA DE Josu Jon Imaz, que al parecer todo el mundo conocía después de consumarse, es evidentemente el refrendo de un nuevo fracaso -otro más- del sentido común y de la integridad democrática del nacionalismo en el planteamiento del problema vasco. El liderazgo de Imaz se ha ido debilitando, como es natural, a medida que iban naufragando sus designios de concordia y transversalidad. Es decir, con el fracaso del proceso de paz -por la insidiosa negativa de ETA a cumplir su propia palabra, dada en Anoeta, conviene recordarlo- y, más tarde y en cierto modo a consecuencia de esta contrariedad, con la frustración del pacto entre el PSN-PSOE y Nafarroa Bai. Sin embargo, su aparatosa defección, su abandono traumático de la política -ojalá que no sea definitivo- ha de buscarse, como su misiva de despedida insinúa, en el interior de su propio partido, el PNV: es patente que Imaz no podía gestionar personalmente la ponencia política aprobada por unanimidad por la dirección nacionalista. Imaz ha defendido con insistencia que, mientras ETA esté apuntando con sus pistolas a la nuca del hemisferio no nacionalista, no es posible un debate político sincero y simétrico sobre el futuro institucional de Euskadi. Pues bien: la ponencia aprobada el lunes dice todo lo contrario. Y tampoco puede compartir Imaz la pueril tesis, auspiciada por el lendakari e incluida en el documento, de que la consulta popular que trama el jefe del gobierno vasco sería el «instrumento democrático» para superar los obstáculos existentes en el camino hacia la autodeterminación. La marcha de Imaz, es, pues, un tributo a la ficción de un PNV unitario y cohesionado, y un intento de que la difícil compatibilidad entre las dos sensibilidades irreconciliables y opuestas que habitan en su interior -la propia y la de Arzalluz/Egibar- no desemboque en una nueva escisión. Lo grave de la marcha de Imaz es que no es anecdótica: confirma la inexorabilidad del péndulo nacionalista, que tras adoptar una estrategia moderada y seductora para tratar de conseguir avanzar hacia sus fines, no tiene impedimento intelectual alguno para abrazar otra radical y malcarada con el mismo objetivo. Por decirlo de otro modo menos sutil, el nacionalismo -cada vez más difícil de conciliar con el adjetivo democrático- no puede renunciar a su ingrediente dogmático, la conquista del ideal nacional, de la misma manera que el luchador islamista pelea por la instauración de su arcadia religiosa y utópica. Imaz, descalificado por españolista por el radicalismo vasco, criticado con dureza por sus adversarios en el PNV, desautorizado por el sindicato nacionalista ELA-STV, ha terminado arrollado por una maquinaria soberanista -y sólo soberanista- que no se para en idealismos ni en minucias democráticas: el culto a la nación justifica el sacrificio individual. O, si se prefiere, el fin justifica los medios. El nacionalismo, como el islamismo. Terrible, pero cada vez más patente a medida que nacionalistas vascos y catalanes endurecen su sobrecogedor discurso, de espaldas a la ciudadanía, a la ciudad alegre y confiada, por utilizar el tópico de Benavente. A estas alturas del desarrollo democrático, treinta años después de las primeras elecciones libres, persisten las mismas dudas sobre la solvencia democrática del nacionalismo que han existido siempre porque nunca han logrado disiparse del todo. Parece, simplemente, muy difícil entenderse con quien, más allá de toda racionalidad, está dispuesto a cualquier cosa por conseguir un ideal irracional y colectivo basado en abstracciones ininteligibles. Lo grave del caso es que todas estas peripecias consumen demasiadas energías y producen un cansancio infinito. De aquí que en algún momento haya quizá que plantearse una reforma de las reglas de juego democráticas para que las grandes mayorías políticas y sociales de este país no estén a merced de estos movimientos pendulares que irritan y desatentan la estabilidad de todos.

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