Diario de León

TRIBUNA

Las novelas de Antonio Bayo

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HACE treinta años, Ramiro Pinilla nos acollonaba con una descarga de fusilería: «Antonio B. el Rojo, ciudadano de tercera, España, España». Ese era el título extenuante de la novela, publicada en 1977. ¿He dicho novela? Pues no debería, porque expresamente lo prohíbe la nota que antecede al texto: «todo lo que se cuenta ocurrió». Y también: «cuando un español escucha de otro español un relato como este, no tiene otro remedio que escribirlo». Leímos entonces el relato y recibimos la descarga en pleno corazón. Era, recordemos, el año 1977. Ahora vuelve a la edición aquel texto y lo hace con unos cambios sorprendentes. Desapareció del título la doble invocación a España, seguramente con buen criterio, porque a nadie le gusta que lo señalen con el dedo, aunque sea en un título; el apellido de Antonio sigue en la B inicial, pero ya en la primera línea del texto se descubre entero y el mote ha pasado de Rojo a Ruso, de donde por cierto nunca debió moverse, porque era el auténtico (y la razón del cambio para evitar la censura no resulta creíble, porque en 1977 el peligro censor antes acecharía a rojo que a ruso, ya sin otras connotaciones que las de simple gentilicio). Y también aquella nota ha dejado paso a un nuevo y más largo prólogo en que califica a su libro de novela-biografía, asociación contradictoria, porque si es una cosa no parece posible que pueda al mismo tiempo ser la otra, para hablar a continuación de novela, simplemente. Por qué razón ese segundo español presuntamente culto de su nota primera le creyó al primero, sin mayores letras, la retahíla de trolas que le endosó, sería un misterio, si no fuera porque allí creyó el novelista encontrar el material explosivo para hacer saltar por los aires a España, España, con su denuncia del trío fatal causante de todos sus males: el clero y todo eso, los militares y la justicia. Y el caso es que el empeño hubiera podido cuajar en una discreta novelita en la senda de la picaresca (y como por casualidad el parto con que empieza nos remite al del gran Lázaro en el inicio de la legendaria narración), pero para eso debió ser aligerado de unas 300 páginas, todas las que le sobran, porque no son otra cosa que un reiterativo, y como tal ya monótono, material de relleno para probar la tesis dicha, acumulando aventuras, cuantas más, mejor, en la voz de un cabreirés ciertamente singular. Leídas 30 años después, con los ebullentes ánimos ya calmados, decantadas las aguas más o menos políticas y corregidas ciertas sentimentales hipermetropías, el resultado es demoledor. Lo peor que le puede pasar a un texto no es el silencio tras la faena, como en los toros, sino que resulte risible, y en este abundan las ocasiones. Así ocurre, por ejemplo, con el parto dicho, en dos versiones con 30 años de intervalo, pero con la misma mujer proclamando en la primera la rojez de rayo del nacido (y es la pretexto para el cambio de mote, aunque uno no acabe de ver ese color del rayo en la expresión de una mujer de pueblo), pero podría pasar en comparación con la segunda, porque ahora proclama la rubicundez de los rusos, en un alarde increíble, sólo para justificación del nuevo mote antiguo; y estamos en 1930, año del nacimiento de Antonio. Da la risa cuando le oímos a Antonio haber combatido una vez el hambre, comulgando en la misa siete veces, siete. Una persona informada sobre los maquis no se puede tragar sin más sus presuntas correrías con Manuel Girón (que por lo menos era muy hábil como para saber de quién podía fiarse, y no era el caso de aquel jovenzuelo delincuente, al que seguramente ni siquiera conoció, porque además tampoco estaba La Baña entre los pueblos frecuentados por el rebelde berciano). Aunque sólo está en el nuevo prólogo, la aportación más risible es esa historieta de las brazadas de hierba (mañizos en la Cabrera) que un bañés le puso al morro del land-rover del gobernador. Se trata naturalmente de una leyenda y como tal se repite en otros pueblos de la Cabrera y otros lugares de la provincia, como Fornela y alrededores de Riaño, que yo sepa. Ya no risible, sino lastimoso resulta enterarse de los servicios sexuales prestados al cura del pueblo por la madre de Antonio a cambio de unas patatas. Recordemos: «todo lo que se cuenta ocurrió». En La Baña todo mundo supo y recuerda la falta de escrúpulos de Antonio, capaz de cualquier cosa, pero no parece posible aceptar que ese dato proviniera de él para envilecer de esa forma a aquella buena y sencilla mujer que fue la señora Andrea y más bien hay que adjudicárselo al fabulador, también él sin escrúpulos (como no los tienen quienes acuden alegremente a esta novela en busca de datos históricos sobre el maquis, por ejemplo, o los abusos clericales). Todo esto es lastimoso y risible y no se sabe quién utilizó a quién, si el cabreirés al novelista o viceversa. Es cierto que Antonio Bayo tuvo una vida joven oscilante y arriesgada. En el pueblo se dedicó a hacer latrocinios sin cuento, que le valieron más de una paliza de la guardia civil y algo más duro incluso que los golpes, como fue la humillación de recorrer una vez las calles de La Baña junto con un colega después de un robo. Empuñaban cada uno el extremo de un palo largo, en cuyo centro colgaba la gallina del robo. Decía el colega: «Yo soy el pollero». Y respondía Antonio: «La raposa no compite con sus compañeros». El caso es que acabó dando con sus huesos en la cárcel. Finalmente salió y estuvo por cierto en un pueblo cerca de Astorga, donde el párroco le ayudó lo que pudo (pero de esto nunca dijo nada el por otra parte siempre tan lenguaraz). Su vida se encauzó en Bilbao y allí encontró un día a nuestro receptivo novelista. Murió en 1984 de un ataque cerebral. Tenía 54 años y el hígado hecho polvo de tanto trasiego vinatero. Cuenta Antonio Pereira en La divisa en la torre , último y delicioso recuento de lo que él llama con picardía literaria verídicas historias, pág. 85, que un día de 1968 coincidió en Las Palmas con el Sr. Henri Charrière, famoso entonces con el apodo Papillon, en viaje promocional de su novela de igual título y gran éxito, culminado con un viaje triunfal a las pantallas de cine. Papillon le contó que la había escrito con ayuda ajena en su retiro de Venezuela, tras una vida plena de aventuras, cárceles y fugas, cuando leyó una novela francesa titulada El astrágalo, de ingredientes y tema parecidos, y pensó que una suya podría resultar más interesante y creíble. Y acertó. Hacia 1972, Antonio Bayo le confesó a Ramiro Pinilla su fascinación por el tal Papillon, hay que entender en su versión cinera, porque la letra escrita no era su fuerte. Se le ocurrió entonces que sus aventuras nada tenían que envidiar a las del francés y así fue como inventó unas y adornó otras para contárselas todas a un vasco entregado. La novela, ya se ha dicho, apareció en 1977 con cierto éxito, que ahora trata de renovar una nueva edición. Antonio Bayo ignoraba por supuesto el pretexto de Papillon, lo mismo que este no supo que él lo fue para el cabreirés. Ramiro Pinilla supo de Papillon, pero no de quien lo inspiró. Antonio Pereira se enteró del precedente de Papillon, tal vez no del de Antonio Bayo. Sólo nosotros lo sabemos todo sobre tales curiosas y sorprendentes coincidencias con las que se va tejiendo el grande teatro del mundo: las cosas de la vida. Y si D. Antonio leyera estas líneas y le causara su noticia la misma regocijada sorpresa que a mí, imagino qué otra verídica historia podría tramar para nuestro goce.

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