Diario de León

TRIBUNA

Las hipotecas son la leche ¿Perdió la fe Teresa de Calcuta?

Publicado por
ADOLFO YÁÑEZ Esteban Carrera
León

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Por L O que ahora nos cuentan quienes tuvieron el privilegio de acceder a la intimidad de Teresa de Calcuta, la más célebre monja del siglo XX se pasó la existencia arrastrando profundas dudas de fe. Al parecer, creyó más en el hombre que en Dios, más en los pobres cuyo gemido escuchaba a diario que en los silencios de una lejana divinidad que «podría no existir», según propias palabras. Diversos confesores suyos, coordinados por el padre Brian Kolodiejchuk, acaban de publicar en España un libro con las cartas que la religiosa les envió durante largos años y que pidió fuesen destruidas cuando muriera. Aunque el contenido del correo pueda chocar a ciertos espíritus medrosos, la honestidad de Teresa nos ha hecho acrecentar a muchos el respeto que ya sentíamos por ella. Y es que la duda humaniza, engrandece, acerca a los demás (que también suelen dudar) y separa de fanáticos cuya palabra rotunda apesta frecuentemente a mentira. Ya en 1948, Teresa escribía: «En lo más profundo de mi ser, no hay nada, excepto vacío y oscuridad. No tengo fe. Tantas preguntas sin responder viven dentro de mí, con miedo a destaparlas por no incurrir en el riesgo de la blasfemia¿» Y añadía: «¿Me equivoqué rindiéndome a la llamada del Señor?» Más tarde, en 1959, la abnegada monjita se atrevía a consideraciones como «si no hay Dios, no hay alma; si no hay alma, Jesús tampoco es verdadero¿» En su última época, confesaba: «Camino en una terrible oscuridad interior, como si todo estuviera muerto, y esto es así desde que comencé a trabajar¿» En diciembre de 1979, visitó Oslo para recoger el premio Nóbel que se le otorgó por su dedicación a los necesitados. El discurso que leyó fue el que todos esperaban. La religiosa a la que perseguían por doquier las cámaras de televisión no defraudó a nadie ni dio a entender el vacío ideológico en el que se vivía. Pero a su confidente espiritual de entonces, el padre Van der Peet, le manifestaba con sinceridad el tenebroso drama en el que continuaba inmersa. Aunque el libro se ha redactado gracias a la colaboración de sacerdotes que, en algún caso, postulan su causa de canonización, las confidencias de Teresa de Calcuta parecen contradecir la imagen que de ella teníamos. La religiosa que se considerábamos unida de continuo a Dios y a la que periodistas y seguidores contemplaban en piadoso rezo, en realidad recorría caminos del espíritu muy distintos a los que mostraba y moraba en un árido desierto en el que la divinidad parecía más bien un espejismo. Opino, sin embargo, que sus confesores le han hecho un gran favor oponiéndose a quemar las cartas. Gracias a esa «traición», la sabemos de carne y hueso, sincera, chapoteando en nuestros mismos barros y en nuestras mismas dudas. Lo que la diferenció de nosotros fue la enorme generosidad que le cupo en su minúsculo cuerpo y que la permitió servir heroicamente a los parias de este mundo. Creyó en el hombre. Se solidarizó con él. Mitigó miserias y estas obras suyas fueron lo más elevado que pudo regalarnos. Lo demás tiene menor importancia y da igual que la santifiquen o no, que algunos pretendan atribuirle místicas «noches oscuras» o enarbolen lo que hizo como bandera tras la que correrán a refugiarse quienes, desde palacios o mediocridades, sólo saben parlotear de fe ciega, de fe sin titubeos ni vacilaciones. LAS V ACAS de Calili eran las que más leche daban del pueblo. Fermín, el que recogía la leche, decía que eran de una raza especial y él mismo se encargaba de pregonarlo en cada parada. El resto de vecinos se resistían a creerlo porque conocían a Calili, sabían que había heredado la ganadería de su padre, veían pasar todos los días sus vacas a los pastos y, además, los surtía el mismo distribuidor de piensos; por eso, un día al salir de misa decidieron, en buena vecindad, prolongar el tiempo de ordeño y extraer de cada vaca hasta la última gota de leche. Fermín era de la capital ¡qué sabía él de vacas!. Calili y el resto de granjeros vendían toda la producción de leche. Fermín regresaba a la central con la cisterna del camión llena, una empresa de dimensión nacional envasaba la leche y, otra, la distribuía a varios almacenes de prestigio que más tarde vendían a grandes superficies, con marcas diferentes. Todo funcionaba a la perfección ante la pasividad de las autoridades, que alardeaban del buen momento que atravesaba el sector, publicando gráficos y estadísticas. Cuando alguien dudaba de la calidad de la leche, Calili se enfadaba porque a él le descontaban del precio una tasa para analizar periódicamente la composición de su leche (estaba calificada con categoría Suprema «AAA» ) y pensaba que a los demás les hacían lo mismo. ¡Pobre Calili!, imaginaba lo que no veía. Sin embargo, un ganadero foráneo contaba en la feria que, en otras comarcas, algunos añadían orina a la leche y que, una vez, en una noche de lluvias, una zafra quedó destapada y por la mañana vertieron igualmente su contenido en el camión cisterna, donde la leche basura se diluía entre la leche buena. Progresivamente, se mezclaron distintos aspectos que la euforia económica no supo identificar; por una parte, una fábrica artesanal cercana de quesos, más preocupada por absorber la demanda presente que por garantizar la calidad futura, vertía sustancias contaminantes al estanque donde bebían las vacas de los granjeros. Simultáneamente, la escasez de lluvias encareció tanto la cosecha de trigo que los fabricantes de piensos utilizaron sustitutivos de ínfima calidad. Se estaba adulterando la alimentación de las vacas. Calili, amante de su profesión, hacía meses que había instalado en sus cuadras un bebedero automático con agua del pozo y daba a sus vacas pienso casero, hecho con maíz y trigo de su producción. Al comenzar un verano, las vacas de los granjeros, como por contagio, adoptaron la extraña costumbre de darle una patada al caldero cuando acababan de ordeñarlas, ¿se habrán vuelto locas? -comentaban atónitos sus dueños. La leche ya no parecía tan blanca y además escaseaba. Las zafras ya no se llenaban. El camión cisterna empezó a volver casi vacío: los viajes de Fermín ya no eran rentables y no le renovaron su contrato. Nadie recogía la leche. Paralelamente, la fábrica de quesos cerró asediada por las quejas de consumidores que observaron un sabor amargo en los quesos y cada vez más agujeros. Calili vendió sus vacas y ahora se dedica al cultivo de un producto autóctono: la patata. Este símil se puede aplicar al mercado hipotecario donde promotores, constructores, inmobiliarias, tasadores, agencias de calificación y entidades financieras realizaban sus objetivos, agotando las posibilidades del entorno y sin valorar las secuelas de la globalización. Los compradores de viviendas materializaban sus deseos, ignorando las consecuencias de las subidas de tipos de interés. Calili, siempre había respetado sus criterios profesionales para cuidar el ganado; producía leche de la mejor calidad y sin embargo, una pérdida de confianza en el sector le obligó a vender su granja. Ahora mira su huerto y se pregunta si con las patatas le acabará sucediendo lo mismo. Don José, el párroco, trata de consolarlo diciendo que tras la tempestad llega la calma y que en la Biblia ya se hablaba de épocas de vacas gordas y vacas flacas. El director de su Banco no sabe darle una respuesta y mientras el veterinario descartaba un brote de «vacas locas» ante un grupo de vecinos, él seguía cada vez más preocupado por un brote de morosidad que había salido en su oficina. ¡Pobre Calili!, por la prensa que lee en la cantina se da cuenta que muchos explican lo que nadie supo prever. Y Don José no le mencionó que la Biblia también dice que «siempre pagan justos por pecadores».

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