Diario de León

TRIBUNA

La mujer de la cámara (En homenaje a la chica del mandil, Truchas, 1945)

Publicado por

Creado:

Actualizado:

UN DÍA, a comienzos del verano de 1994, Florencio Aparicio, Flores para doña Co ncha, se encontró con un problema. Había llegado con su cámara a cuestas al rincón umbrío de Robledo de Losada, en la Cabrera, donde estaba la vieja fragua que había sido del tío Toribio. Colgaba sobre la techumbre la fronda de un nogal y alrededor crecían las zarzas. A un costado bajaba el agua del valle resbalando por las piedras lisas con un parloteo juguetón. Flores pretendía hacer una filmación sobre el viejo oficio campesino y para ello debía rodar unos planos del gran fuelle, las brasas brillantes, el yunque, los pautados golpes del martillo madurando el hierro en vivo. Ocurrió sin embargo que la puerta no era capaz de dar paso a suficiente luz y no llevaba focos, de modo que hubo que descubrir un trocito de tejado, echando a un lado las losas centenarias y el problema fue superado a base de un latón que reflejaba la luz cenital. Doña Concha seguía desde cerca las operaciones con atención. Llevaba colgada al cuello la inseparable cámara fotográfica de sus correrías. Cuando por fin Flores se puso a filmar, sonreía levemente. Muchas veces pudimos verla repetir ese gesto o leve ademán de película feliz y antigua. Ella misma contaba cómo en otra ocasión posterior le hizo estar a un muchacho, también operador de cine, largo tiempo enfocando no recuerdo qué objeto o rincón de un pueblo maragato. Vino lento el crepúsculo de verano y ella seguía sentada sobre un tronco a cierta distancia con su propia cámara sobre el pecho. Es cierto que para entonces, a diferencia de la escena de la fragua, su figura había incorporado la cachava que le había hecho Severiano el de Robledo. El muchacho le confesó después cuán feliz había sido aquel rato de acecho al atardecer y ella de nuevo sonreía. En el año 2004 se rodó un documental sobre arquitectura tradicional cabreiresa, inspirado y alentado por ella. No podía faltar y no faltó entre las muestras más reseñables el pajar de Corporales, que está a mano derecha, saliendo del pueblo hacia el barrio de Pedrosa. Es una construcción ciertamente singular. El muro que da a la calle presenta una cara espectacular, con su lienzo que alterna hiladas de pizarra labrada con otras de piedras muy blancas de cuarzo, y remata en pico, donde se dibuja una cruz blanca. La casa ha sido infinitamente fotografiada, en conjunto y por detalles. En cuento a la cruz y fuera de esta casa, hay un pajar en el barrio de arriba de Forna, allí donde un rebaño de estas humildes construcciones parece reptar por la pendiente buscando el amparo de las encinas que se asoman sobre las rocas. La mayoría está en ruinas, lo está aquel que sin embargo mantiene en una de las paredes la cruz formada por cuatro piedritas muy blancas. Brillan a lo lejos y al punto interpretamos su designio simbólico, pero después resuenan en la memoria como notas de una melodía remota y pura. Por la época del documental, el pajar de Corporales aún mantenía la vieja cubierta de cuelmos ya negruzcos, conservaba incluso los grandes terrones oscuros que cubrían el cumbre (porque cumbre, en cuanto línea superior del tejado, es masculino en cabreirés). En los terrones crecía la hierba, volando al recortarse sobre el azul. Largo rato mantuvo el operador su enfoque y en el visor aparecían nítidas las grandes hierbas temblorosas que agitaba la suave brisa del atardecer. Doña Concha, que estaba sentada en un rincón con su cachava al lado, se levantó y pudo asomarse a aquel estremecimiento de la hierba. Y también entonces cubrió su cara una sonrisa y la cámara se balanceaba sobre su pecho al alejarse. El día de la fragua tuvo también su fotofija. Cuando Flores filmaba, doña Concha se dio la vuelta y se alejó un poco hacia el pueblo. Allí retrató una chimenea. Está en la exposición de Astorga. La chimenea se eleva fuerte, grande y ancha sobre los tejados que componen un derroche de planos en derredor, adornada por la fronda ya desfalleciente de los árboles del verano. Doña Concha disparó, le dirigió una última mirada y se fue. Permanece ahora ese plano de ensueño. Esa chimenea exhaló un día el humo del hogar, mientras la leña chisporroteaba en el fuego ante las figuras estantes y las llamas dibujaban una danza de sombras inquietas en las paredes oscuras. Pero por ella también se esfumó en el aire el rumor de las conversaciones al amor de la lumbre, de las viejas historias, los lamentos y también las risas y las canciones de otro tiempo. No es extraño que, al llegar a la fragua, por el rostro de la mujer de la cámara pasara todavía la sombra de una sonrisa.

tracking