Diario de León

TRIBUNA

Fundido en niña con pañuelo y mantón

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PUESTO que fue inventado por el cine, hagámosle una gracia a ese hermoso recurso expresivo: en la película de la tarde otoñal, la doña de la cachava se fundía a mis ojos en una niña con pañuelo y mantón, y el tránsito fugaz compendiaba setenta años de vida y trabajos con una sola pasión: la Cabrera. En 1934 la nieta del Sr. Ángel viajó a Truchas desde León en compañía de sus padres y dos primitas. Conchita era una niña de 14 años, rubia, de nariz afilada y ojos claros. Para ella, nacida al lado de la plaza Mayor capitalina, el primer encuentro con el pueblo constituyó todo un revuelo de fascinantes apariciones. La tienda creada por su abuelo en la calle principal de Truchas pertenecía ahora a un matrimonio originario de Nogar, en la Cabrera Baja, con el que mantenían relación amistosa. Una vez en Truchas, la pareja los invitó a la fiesta de la Virgen de agosto en Nogar, y allá que se fueron todos por la vereda que atravesaba el monte divisorio entre una y otra parte de la misma Cabrera. Bajando la pendiente a cuyo fondo se divisaba el pueblo en la ribera izquierda del río Cabrera, alcanzaron a oír la alborada de una gaita y el dulce son lejano ponía en vilo la mañana azul y el corazón de la niña rubia. Luego, procesionaron por las calles junto al río una imagen espléndida de la Virgen, para volver al templo, donde un San Lucas, titular de la parroquia, llamaba la atención desde el retablo con aquel toro a sus pies que volvía hacia él en poderosa contorsión la magnífica testa. De vuelta en Truchas, se quedaron también a la fiesta del pueblo y al terminar la misa Conchita y sus primas, acompañadas de otras siete, formaron un grupo de diez niñas en dos filas ante el Puente de Sapos. Vimos la foto en la exposición de Astorga: todas lucen pañuelo a la cabeza y un mantón de Manila sobre la ropa de fiesta, mandil incluido, y no se aprecia detalle que permitiera distinguir a las tres niñas urbanas de las siete campesinas, atentas como están a la cámara en su pose cabe el riachuelo, con una sonrisa apenas esbozada, tímidas y aureoladas por el arco pontificio al fondo. Al menos en el caso de Conchita, el pañuelo, el mandil y ese mantón florido sobre los hombros podrían sugerir la figuración de una armadura singular, símbolo de pertenencia a esa rama de la caballería, andariega en busca de las huellas con que los hombres han tramado su aventura por escenarios remotos. Once años después, la niña del mantón dejaba el relevo a la chica del mandil, nuevo y curioso elemento en la armadura de la misma orden aventurera, necesaria para esconder el cuaderno donde apuntaba, con tanto afán como sigilo para evitar recelos, las palabras que oía en las conversaciones espontáneas de la tienda. Fue el primer peldaño en la consecución de una gran obra sobre la cultura tradicional y campesina, con su simbiosis perfecta entre las palabras y las cosas, según el método famoso precisamente así llamado. El título de esa obra, El habla de la Cabrera Alta, no superada todavía, es todo un emblema de los estudios cabreireses. Su camino siguió en Madrid y entonces la Cabrera quedó al fondo. Cuando se cumplió el ciclo de una trayectoria profesional plena de intensidad en el estudio, la investigación y la impecable dirección, volvió al punto de partida en León, para emprender sus grandes obras, con la Cabrera de nuevo en primer término, presididas por ese monumento de sabiduría que es Indumentaria tradicional de las comarcas leonesas, junto a otras tareas leudantes culturales innúmeras. Para entonces, la chica del mandil había dado paso a la mujer de la cámara, pues que siempre llevaba al cuello, notaria puntual de sus hallazgos, la máquina de retratar. No hace mucho, y como complemento de un programa dedicado al cine, se mostraba en Astorga una exposición de película con detalles y rincones cabreireses descritos por esa cámara insistente y apasionada. Y así hasta llegar a la plaza cabreiresa de su nombre, donde el fundido se rehace y recupera. Aquella tarde vimos cómo de la antigua niña con mantón resurgió la doña de la cachava que avanza gloriosamente, conducida por la gaita de Moisés Liébana, bajo los palos de los danzantes de Corporales: Villar del Monte, otoño de 2008.

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