EL MIRADOR
Crimen y castigo
LA FOTO fija de Mikel Garikoitz Aspiazu, alias Txeroki, hace un fundido de transición en mi memoria con la imagen de la sala de vistas número 1 del Palacio de Justicia de Bilbao, tal como la recuerdo en la mañana del 7 de noviembre de 2001. Nos reunimos en aquella sala donde pocas horas después quedaría instalada la capilla ardiente del magistrado José María Lidón Corbi. Los jueces allí congregados necesitábamos darnos calor, armarnos de coraje frente a la tragedia ya inexorable. Fue reconfortante decirnos en voz alta que estábamos preparados para juzgar sin odio ni afecto a quien acababa de arrebatar la vida de nuestro compañero; que quien hubiera perpetrado el crimen iba a ser juzgado; que su defensa sería escuchada por un tribunal. Y así nos comprometimos, como grupo, a que fuera juzgado quien llegara a ser legalmente acusado de la muerte de nuestro compañero. Ahora, después de que Mikel Garikoitz Aspiazu haya sido detenido para ser puesto a disposición judicial, quiero recordar la proclama que hace ahora siete años hicimos en Bilbao unos jueces humanamente fragilizados por el asesinato de nuestro compañero. Los juicios penales que van a seguirse contra el ahora detenido no van a reparar el dolor de los familiares de las víctimas de la acción criminal de ETA. Para ellas, no hay resarcimiento que pueda calificarse de suficiente. En cada uno de los memoriales de nuestro compañero, compruebo el tremendo esfuerzo que supone para Marisa y para sus hijos el transitar de la condición de víctimas a la de supervivientes; el transformar el sentimiento de dolor en un acopio de memoria activa. Puedo pensar que lo mismo les sucederá a los familiares de Isaías Carrasco, Fernando Trapero, Raúl Centeno, Diego Estacio y Carlos Alonso Palate. ¿Por qué, entonces, mi satisfacción por que Mikel Garikoitz comparezca ante la Justicia penal? O dicho en términos abstractos: ¿Por qué juzgamos los jueces? ¿Por qué castigamos a quien resulta declarado culpable? La respuesta es que, en el Estado de derecho, el proceso penal y el castigo legal a la persona delincuente constituye la fórmula más inteligente que hemos encontrado los humanos para negar la venganza privada y para prevenirnos de la reiteración por el victimario de futuros delitos. Impedimos la venganza privada al colocar entre la persona acusada y la víctima del delito a un tercero imparcial que es la autoridad judicial. Y sustituimos la venganza por un poder público controlable y controlado en quien depositamos el monopolio de la violencia legítima. Intercalar entre el crimen y el castigo un proceso penal dirigido por jueces imparciales no garantiza la satisfacción ética de las personas ofendidas por el delito; tampoco asegura que todo crimen reciba su castigo legal; ni pretende que el criminal asuma el peso del remordimiento moral. Pero contribuye a que el declarado culpable vea abruptamente interrumpida su ejecutoria criminal, sin que para ello debamos pagar el peaje de la miseria moral a que conduce la venganza. No es mucho, pero es suficiente para que hoy sienta que el Estado democrático de derecho es un buen proyecto de convivencia. *Juan-Luis Ibarra. Magistrado del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco