Diario de León

TRIBUNA

Don Ramón, al atardecer

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CUANDO el año moría y don Ramón Carnicer murió, hizo el día 29 un año, rememoré un fragmento de Friso menor, su primer libro de recuerdos, publicado a principios de 1983. Son unas pocas líneas de una profunda emoción, que veinticinco años después, renovaban su aliento mágico en el momento en que su larga figura se recortaba nítida y doliente sobre el fondo sombrío de diciembre. Escribió Ortega que el oficio del artista consiste en tomar un trocito de realidad, unas palabras, por ejemplo, y hacer que nos sirva para expresar el resto del mundo. Esas que digo y que en el libro evocaban un fin, se elevaban ahora en mi recuerdo sobre el suyo y me sonaban a él igual que entonces: intérprete sereno, minucioso, reflexivo y profundo. Helas aquí, discretas cumplidoras del encargo orteguiano: «Al caer la tarde, tan triste en Inglaterra, las pavesas, alzándose en el aire, se hacían más visibles mientras, atizadas por mí, las lenguas de fuego iban destruyendo fotografías lejanas, cartas, manuscritos, (...) estímulos para unos recuerdos que no me pertenecían. Ahora, al revisar todos mis papeles, imagino para ellos un futuro igual, que en parte voy haciendo presente al romperlos después de utilizados para estas páginas, próximas a su fin».

Así pues, también su vida se consumó y consumió bajo el lametazo postrero de una llama lánguida y silente. No parecía posible, al menos para quienes percibían, potente y bien modulada, su voz en el teléfono. Él respondía a la observación con una sonrisa compasiva y desengañada. Recuerdo haberle comentado una vez lo que solía decir Vela Zanetti, cuando alguno le ponderaba aquel corpachón aparentemente inasequible a la erosión de los días: que se parecía a esos viejos castillos que recortan en la lejanía horizontal la impresionante silueta de su poderío secular, para comprobar, ya frente a ellos, la ruina absoluta y cierta en que consisten. don Ramón respondió una vez más sonriendo tan divertido como triste.

da cuenta de una vida plena de actividad, sentido y aventura. Este berciano espigado y fibroso fue un trabajador concienzudo, un infatigable cavador, me gustaría decir, evocando las suaves colinas cubiertas de viñedos que acunaron su origen en Villafranca. Una veintena larga de títulos jalona su trayectoria literaria, al margen de su actividad profesional, primero como funcionario de la Administración y luego como profesor. En el recuento hallamos novela, cuento, biografía y ensayo, pero la fortuna mayor de su escritura se encuentra en el cultivo de la literatura reminiscente y viajera, donde cuaja una simbiosis depurada entre la curiosidad insaciable, la observación minuciosa y culta y la expresión siempre ajustada; y de todo ello fluye ese estilo suyo preciso, pausado y envolvente, que a veces puede rozar la solemnidad, como corresponde a quien puso entre los fines de su literatura restablecer la verdad allí donde hubiera sido voluntariamente alterada. Pero esa solemnidad queda compensada por la modestia y el sentido del humor, los dos adornos que me parecen remisibles a Cervantes, tan querido para don Ramón.

Lo que a mí me sorprende y más me admira es el equilibrio que logró entre la acción y la reflexión metódica, o dicho de otro modo, que su enorme capacidad de trabajo puesta a contribución de múltiples empresas no menoscabara su otra capacidad de concentración creativa, incluso diríamos con término místico o filosófico, de contemplación. Antes citaba su melancolía de un atardecer frente al fuego en que ardían las huellas de una vida en el jardín. He aquí estas otras, siempre en

que evocan momentos de plenitud extática en el mismo jardín donde años después vería desvanecerse aquellas iridescentes pavesas memoriales: «En Camberley pasaría yo los momentos más apacibles de mi vida, esos momentos en que la existencia parece fluir suave, abundosa y silente, como un gran río cuando discurre por un llano de inclinación apenas perceptible». Recuerdo en fin esta nota el día de la boda con Doireann, ya solos tras el desayuno en el hotel del que acaban de partir los testigos invitados: «Llovía pausadamente sobre los pinos y la lejana ciudad».

El viejo caminante se perdió al atardecer entre los machadianos árboles de oro. Al doblar el cabo del primer año de su ausencia, vuelven a mi recuerdo los tres bien temperados, graves y melancólicos acordes.

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