Diario de León
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A esgaya | emilio gancedo

En el humor gráfico cubano, el yanqui solía (y suele) aparecer casi siempre como un Tío Sam que no olvida nunca sus dos pistolas al cinto: también mostraba unos ojillos sumamente malignos y una sonrisa voraz. A su vez, en la prensa estadounidense, los rusos de antaño eran pintados como seres oscuros y desalmados, abrumados por el peso de unos grandes gorros de piel y a los que sólo les faltaba el rabo y los cuernos para componer la imagen misma de la maldad. Parece que los símbolos del enemigo siempre se han cuidado mucho antes de prenderles fuego: conforman una serie multiforme y colorista de banderas con barras y estrellas, estrellas de David, hoces y martillos, cruces gamadas...

Asimismo, los considerados amos del cotarro, los imperialistas, colonialistas y demás apelativos hoy un poco exóticos, eran identificados en los periódicos de medio mundo y en el boom del humor gráfico español de la Transición por los sombreros de chistera, las grandes barrigas encorbatadas y el inmenso puro, emblemas todos ellos del capitalista rampante.

Pero hoy, ¿quiénes son los amos? No son los presidentes de ésta o aquella nación, no son los primeros ministros, no son los secretarios generales de las Naciones Unidas. El amo de todo esto es más sutil, más extenso, más impersonal, es una larga gradación de amos que resta responsabilidad a la cadena. No estamos ante una reunión de líderes que se reúnen en secreto en una cámara subterránea, es más bien una red de relaciones basada en el lema de (con perdón) maricón el último. Máximo beneficio, mínima inversión. Lo social importa si me reporta beneficios concretos, de uno u otro tipo. Si no, es un lastre. Y así funcionan no sólo los grandes empresarios, los banqueros, los constructores, los astutos corredores de bolsa, sino gran parte del propio cuerpo social, que ha acabado por funcionar, sí, con la misma avaricia y la misma mezquindad que ellos...

Los enemigos somos nosotros.

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