Diario de León
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Panorama | antonio papell

El Estado de bienestar, tal como se concibe en los países avanzados europeos, consiste en un sistema amplio de protección social, contributivo, es decir, financiado por sus beneficiarios, y obligatorio, que salva a los ciudadanos/trabajadores de las incertidumbres y de los imprevistos: enfermedad e invalidez, muerte del cónyuge, desempleo, jubilación, etcétera. ero en nuestras sociedades complejas no todo el mundo está integrado en la estructura social organizada. Decía no hace mucho el sociólogo Alain Touraine que, en esta época, lo importante no es estar arriba o abajo en la escala social sino dentro o fuera del sistema. Por ello, más allá del aparato de la seguridad social, existe también una panoplia de mecanismos que procuran el rescate de los desintegrados e impiden su caída en la marginalidad. En cierto modo, estos mecanismos sustituyen el concepto de «impuesto negativo» acuñado por la Escuela de Chicago (Friedman), una llamativa propuesta que consistía en que quienes percibieran rentas por debajo de determinado umbral recibieran una renta del IRPF en lugar de pagar.

En nuestro Estado de las autonomías, la asistencia social a los desintegrados es competencia de las comunidades autónomas, y todas ellas mantienen un «salario social» o «salario de integración» en torno a los 400 euros que se concede a las personas con escasa o nulas rentas, con la condición de que participen en programas de integración. En Andalucía, por ejemplo, el Ingreso Mínimo de Solidaridad es actualmente de 386,88 euros (el 62% del salario mínimo) para las personas que viven solas; 436,8 para las familias de dos miembros, 486,72 para las de tres, etcétera. La coyuntura actual, en medio de la mayor recesión de las últimas décadas, es particularmente dura y, cuando nos aproximamos a los cuatro millones de parados registrados, resulta evidente que hay que adoptar medidas de solidaridad extraordinarias. No podemos permitir que los más afectados por la crisis se suman en la indigencia.

El Gobierno ha querido salir al paso de esta precariedad creando un nuevo subsidio, improvisado y mal planteado desde el primer momento. Es inexplicable que el ministro Corbacho -de quien ya se dice piadosamente que fue un buen alcalde- no entendiera que resultaba ofensivamente injusto subsidiar a quienes agotaran el paro a partir del 1 de agosto, postergando a quienes ya lo habían perdido con anterioridad. Como era previsible, el subsidio se extenderá, de momento, a quienes no cobren desempleo desde el 1 de enero, pero no es difícil pronosticar que todavía tendrá que ser ampliado. Lo grave del caso es que, contra todo sentido de la previsión y de la buena organización, el gasto se dispara: de 640 millones de euros hemos pasado a 1.300 millones (caso el 1,5% del PIB). Cuando lo lógico, en lugar de crear nuevos subsidios con olvido del insoportable déficit que ya arrastramos, hubiera sido potenciar las herramientas ya establecidas para impedir situaciones de extrema necesidad. Las izquierdas europeas siguen siendo patológicamente propensas al subsidio indiscriminado, que es por definición injusto (acaba de verse en la rectificación habida). Cuando lo razonable es socorrer a cada cual según su necesidad, según la vieja fórmula liberal. En la crisis, hay que ayudar a quienes más la sufran, aunque ello no permita firmar un vistoso acuerdo con los sindicatos.

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