Diario de León
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Al trasluz | eduardo aguirre

Hace años estuve tentado de tatuarme «Todo el mundo es güeno», pero finalmente no me decidí pues tenía dudas de que fuese cierto, y no quería infundir al error en tan trascendente cuestión a quien admirase mi torso en la playa. ¡Uff!, ahora respiro aliviado de no haberlo hecho. No es que me haya vuelto un pesimista, simplemente, ahora sé que en la puerta de tu vida debes colgar el cartel de reservado el derecho de admisión, y en lugar bien visible. Una fotografía en la que aparecen las hijas de Zapatero vestidas con estética «gótica» ha servido para hacer una radiografía del odio oculto en sectores de nuestra sociedad, odio que necesita muy poco para irrumpir al exterior, amparado muchas veces bajo el anonimato de la Red. Todos somos crueles, pero, al menos, muchos aún militamos en la vieja escuela del no todo vale. Algo falla en el engranaje común de nuestra convivencia cuando los hijos no quedan al margen. Y que hoy le toque a Zutano y mañana a Mengano no es un consuelo, sino una vergüenza. La democracia no puede ser una ruleta rusa de la crueldad. No confundamos el enriquecedor debate sobre la conveniencia o no de publicar una imagen de interés periodístico con la mera burla sádica hacia unas adolescentes. Y que esta clase de estallido de odio no sea algo genuinamente español, sino consustancial a la condición humana, no alivia demasiado, pues da miedo imaginar lo que algunos serían ca paces de hacer en la oscuridad de una guerra civil. De momento, voy a ir a que me tatúen en el brazo derecho «Todo el mundo es güeno, menos quienes no lo son»; o mejor, ¡uff!, dejémonos de filigranas con el vitalismo, y me tatúo «Me gusta la cecina»; es más corto, me dolerá menos, me saldrá más barato y además puedo demostrarlo científicamente si alguien lo pone en duda.

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